Joseph cardenal Ratzinger, “Versus Deum per Iesum Christum”

«La orientación última de la acción litúrgica, jamás expresada por entero en las formas externas, es la misma para el sacerdote y el pueblo: hacia el Señor» (Introducción del decano del Sacro Colegio Cardenalicio al libro di Uwe Michael Lang)

Eucaristía2

Para el católico practicante son dos los resultados que aparecen como los más evidentes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II: la desaparición del latín y el altar orientado hacia el pueblo. Quien lee los textos conciliares podrá constatar con estupor que en ellos no se encuentran presentes ni una cosa ni la otra.

Es cierto que según las intenciones del Concilio (cf. Sacrosanctum Concilium 36,2) se debería dar espacio a la lengua vulgar, sobre todo en el ámbito de la Liturgia de la Palabra, pero en el texto conciliar la norma general inmediatamente anterior sostiene que «se conservará en los ritos latinos el uso de la lengua latina, salvo un derecho particular» (ib., 36, 1).

De la orientación del altar hacia el pueblo no se hace mención en los textos conciliares, sí en instrucciones postconciliares. La más importante de ellas es la Institutio generalis Missalis Romani, la introducción general al nuevo Misal Romano de 1969, donde en el número 262 se lee: «el altar mayor debe estar construido separado del muro, de modo que se pueda dar vueltas fácilmente alrededor del mismo y celebrar, sobre él, hacia el pueblo [versus populum]». La introducción a la nueva edición del Misal Romano de 2002 ha retomado literalmente este texto, pero al final ha hecho el siguiente agregado: «es recomendable allí donde es posible». Este agregado ha sido leído en muchas partes como un endurecimiento del texto de 1969, en el sentido que él mismo nos obligaría en general a construir -«allí donde es posible»- los altares orientados hacia el pueblo. Pero esta interpretación ha sido rechazada por la competente Congregación para el Culto Divino ya el 25 de setiembre de 2000, cuando explicó que la palabra «expedit» [es recomendable] no expresa una obligación sino una recomendación. Sostiene la Congregación que la orientación física debería ser distinta de la espiritual. Cuando el sacerdote celebra versus populum, su orientación espiritual debería ser de todos modos siempre versus Deum Iesum Christum (hacia Dios a través de Jesucristo). Así como los ritos, los signos, los símbolos y las palabras no pueden agotar jamás la realidad última del misterio de la salvación, de la misma manera hay que evitar posiciones unilaterales y absolutas al respecto.

Ésta es una aclaración importante, porque clarifica el carácter relativo de las formas simbólicas externas, con lo cual se opone al fanatismo que, lamentablemente en los últimos cuarenta años, no han sido infrecuentes en el debate en torno a la liturgia. Pero al mismo tiempo ilumina también la dirección última de la acción litúrgica, jamás expresada por entero en las formas externas y que es la misma para sacerdote y pueblo (hacia el Señor, es decir, hacia el Padre a través de Jesucristo en el Espíritu Santo). Es por eso que la respuesta de la Congregación debería crear también un clima más distendido para la discusión, un clima en el cual se puedan buscar los mejores modos para la acción práctica de la salvación sin condenas recíprocas, escuchando atentamente a los otros, pero sobre todo escuchando las indicaciones últimas de la misma liturgia. Ya no se debería admitir más en la discusión que se rotule apresuradamente ciertas posiciones como «preconciliares», «reaccionarias», «conservadoras», o si no como «progresistas» o «extrañas» a la fe. Más que nada, esta discusión debería dejar un espacio para un nuevo y sincero esfuerzo común para cumplir, de la mejor manera posible, la voluntad de Cristo.

Este pequeño libro de Uwe Michael Lang, oratoriano residente en Inglaterra, analiza la cuestión de la orientación de la oración litúrgica desde el punto de vista histórico, teológico y pastoral. Al proceder de este modo, me parece que vuelve a encender en un momento oportuno un debate que, no obstante las apariencias incluso después del Concilio, jamás ha concluido realmente.

El liturgista de Innsbruck, Josef Andreas Jungmann, quien fue uno de los arquitectos de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, se había opuesto firmemente desde el comienzo al polémico lugar común, según el cual el sacerdote, hasta ahora, habría celebrado «volviendo las espaldas al pueblo». Por el contrario, Jungmann había subrayado que no se trataba de un volver las espaldas al pueblo, sino de asumir la misma orientación del pueblo. La Liturgia de la Palabra tiene carácter de proclamación y de diálogo, ya que es un dirigir la palabra y responder, y en consecuencia, debe ser un dirigirse recíproco de quien proclama hacia quien escucha y viceversa. Por el contrario, la Oración Eucarística es la oración en la que el sacerdote hace las veces de guía, pero junto al pueblo y al igual que el pueblo, está orientado hacia el Señor. Es por eso que, según Jungmann, la misma orientación del sacerdote y del pueblo pertenece a la esencia de la acción litúrgica. Posteriormente, uno de los principales liturgistas del Concilio, Louis Bouyer, y Klaus Gamber, cada uno a su modo, retomaron la cuestión. No obstante su gran autoridad, al principio tuvieron algunos problemas para hacerse oír, tan fuerte era la tendencia a resaltar el elemento comunitario de la acción litúrgica y a considerar por eso al sacerdote y al pueblo recíprocamente orientados el uno hacia el otro.

Sólo recientemente el clima se ha distendido, razón por la cual ya no estalla la sospecha que nutre sentimientos «anticonciliares» aquél que plantea preguntas como las de Jungmann, de Bouyer y de Gamber. Los progresos de la investigación histórica han hecho que el debate sea más objetivo, y los fieles intuyen cada vez más lo discutible de una solución en la que se advierte a duras penas la apertura de la liturgia hacia lo que la espera y hacia lo que la trasciende. En esta situación, el libro de Uwe Michael Lang, tan agradablemente objetivo y de ninguna manera polémico, puede revelarse como una ayuda preciosa. Sin la pretensión de presentar nuevos descubrimientos, ofrece con mucho cuidado los resultados de las investigaciones de las últimas décadas, proporcionando las informaciones necesarias para poder alcanzar un juicio objetivo. Muy apreciable es el hecho que se pone en evidencia en tal sentido, no sólo la contribución de la Iglesia en Inglaterra, poco conocida en Alemania, sino también el debate respecto al Movimiento de Oxford en el siglo XIX, en cuyo contexto maduró la conversión de John Henry Newmann. Es sobre esta base que se desarrollan luego las respuestas teológicas.

Espero que este libro de un joven estudioso pueda revelarse como una ayuda en el esfuerzo -necesario para cada generación- de comprender correctamente y de celebrar dignamente la liturgia. Mi augurio es que pueda encontrar muchos lectores atentos.

 

El libro

El texto del cardenal Joseph Ratzinger publicado en estas páginas, inédito en Italia, es el prefacio que el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe ha escrito al libro de Uwe Michael Lang, Conversi ad Dominum. Zu Geschichte und Theologie der christlichen Gebetsrichtung, editado el año pasado en Suiza por Johannes Verlag, de Einsiedeln. En estos momentos se está publicando la versión en inglés de este volumen (Turning towards the Lord: Orientation in Liturgical Prayer) por la editorial Ignatius Press de San Francisco (Usa), la cual detenta el copyright de la obra.

Uwe Michael Lang es miembro de la Congregación del Oratorio de san Felipe Neri, en Londres, ha estudiado teología en Viena y en Oxford, y ha publicado numerosos textos sobre temas patrísticos.

El texto original en italiano fue publicado originalmente en http://www.30giorni.it/articoli_id_3277_l1.htm

BENEDICTO XVI, un santo viviente

El justo florecerá como la palmera, crecerá como los cedros del Líbano: trasplantado en la Casa del Señor, florecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando frutos, se mantendrá fresco y frondoso, para proclamar qué justo es el Señor, mi Roca, en quien no existe la maldad.

(Sal 92, 13-16)

Benedicto XVI ante el Altar

Este salmo es recitado en el Oficio de Lectura del 2º sábado de Cuaresma. En estos versículos citados no podemos dejar de aplicar lo que allí se dice al venerado Pontífice emérito Benedicto XVI, en estos momentos en que celebra su 65º aniversario de vida sacerdotal.

Nadie puede desconocer que Joseph Ratzinger ha vivido, como sacerdote, una vida ejemplar al servicio de Cristo y de su Iglesia. No podemos olvidar que el lema de su escudo episcopal fue el de “Cooperadores de la Verdad”, porque es la esencia del oficio sacerdotal que él vivió a lo largo de toda su vida: servidor de la Verdad, siervo de Nuestro Señor Jesucristo y del Dios trinitario.

Su sacerdocio fue una de las expresiones más plenas y acabadas de lo que significa ser sacerdote: hacerse humanamente nada para que Cristo pueda ser todo a través de la persona que se consagra a Él. Tal como él mismo lo expresó en su oportunidad: “El ministerio de la Palabra exige del sacerdote la participación en la kénosis de Cristo, el manifestarse y el humillarse en Cristo. El hecho que el sacerdote no habla más de sí mismo, sino que lleva el mensaje de otro, de ninguna manera significa indiferencia personal, sino más que nada lo contrario: el perderse en Cristo que retoma el camino de su misterio pascual, y así lleva a encontrarse verdaderamente a sí mismo y a la comunión con Aquél que es el Verbo de Dios en persona. Esta estructura pascual del no-yo y, sin embargo, de mi verdadero yo muestra en definitiva la finalidad del ministerio de la Palabra más allá de todo lo que es funcional, penetra dentro del ser y supone el sacerdocio como sacramento”[1].

 

Su renuncia al ejercicio activo del papado el 11 de febrero del año 2013 significó justamente la plenificación de su vocación sacerdotal, aunque suene paradójico o contradictorio. El querido papa Benedicto XVI no renunció al sacerdocio, sino que en definitiva y en última instancia hizo lo que el Señor le debe haber pedido en esas horas dramáticas para él, para la Iglesia y para el mundo. Los hechos posteriores –fundamentalmente, la elevación al papado de Francisco- muestran que el papa Ratzinger supo humillarse para dar paso a quien el Señor ha querido poner al frente de su Iglesia en este momento de la historia: el papa Ratzinger no hizo lo que quiso, sino lo que Cristo le pidió, al precio de su humillación “mundana”, como lo puede ser su renuncia por cansancio físico o espiritual. Si hoy el mundo presencia el papado de Francisco es gracias al renunciamiento y humillación de Benedicto XVI.

Nuestro Santo Padre emérito no renunció al papado, sino a su ejercicio activo, ya que sigue trabajando y cooperando con su Señor (nuestro Señor) con su vida actual consagrada a la oración y a la meditación. Como Moisés en la batalla del pueblo de Israel contra los amalecitas, Benedicto XVI sostiene el combate espiritual de la Iglesia toda y la labor petrina de Francisco con su vida hecha oración. Sin temor a equivocarnos, podemos decir totalmente convencidos que si Jorge Mario Bergoglio es hoy Francisco, puede serlo gracias al testimonio sacerdotal y sacrificial de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI.

Su renuncia al ejercicio activo del papado no significó un acto de debilidad ni cobardía, sino todo lo contrario: sólo un hombre valiente y dotado de coraje viril podía aceptar la voluntad del Señor y hacerse cargo de la herencia de Juan Pablo II, y sólo un hombre valiente y de coraje como él podía dar un paso al costado para que otro –con más fuerzas físicas- tomara el timón de la nave de la Iglesia y librara los combates que hoy está librando: sin la humillación de Benedicto XVI, hoy no habría Francisco. Y más importante aún: sin la vida de oración y meditación de Benedicto XVI, hoy Francisco no podría hacer lo que está haciendo. Detrás del esfuerzo de Francisco por mostrar al mundo la belleza del mensaje de Jesús y de su amor, está la oración silenciosa e invisible de Benedicto XVI. Francisco hoy habla al mundo con su verba florida, piadosa y evangélica que acerca a cada uno de los oyentes a Dios. Y Benedicto también habla hoy al mundo con su silencio orante.

Esta etapa final de la vida terrenal de Benedicto es el broche más hermoso que alcanza la vida de quien como sacerdote es un verdadero “alter Christus”, un eximio profesor y docente, un pastor cariñoso como pocos y un cabal maestro y doctor de la Fe cristiana.

Hoy los cristianos damos gracias a Dios no sólo porque nos ha dado un “obispo de Roma”, hijo de san Ignacio de Loyola, sino también porque nos ha regalado un Santo Padre que nos ha mostrado que como sucesor de Pedro ha sido y sigue siendo cabeza de la Iglesia y piedra fundamental de ella. Como bien muestra el evangelio según san Mateo, Cristo ha hecho de Pedro la piedra sobre la cual ha edificado su Iglesia a lo largo de los siglos y la cabeza visible de su Cuerpo. Desde hace un año, Benedicto XVI ha dignificado plenamente su ministerium petrinum como base fundamental del edificio de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, piedra que no se ve pero que sostiene el edificio entero.

Como sostiene el Salmo que citamos, en su silencio orante e invisible Benedicto XVI es el hombre justo que florece como palmera, trasplantado en la Casa de Dios (donde san Pedro dio testimonio de su ministerio) y dando frutos, manteniéndose fresco, sereno, fructífero y alegre en su vejez, para mostrarnos inequívocamente que Cristo el Señor es la Roca que nos sostiene y fortalece per saecula saeculorum.

Gracias Benedicto XVI, por tu ejemplo sacerdotal sin igual. Gracias Benedicto XVI, por tu sabiduría humilde y por tu humildad sabia, por haber sabido ser humilde en tu grandeza y ser grande en tu humildad. No sólo has hecho teología de rodillas, sino que has dejado que la Palabra de Dios te moldee a imagen suya, irradiando la Paz que viene de Dios. Gracias por tu hermosa vida sacerdotal, a través de la cual dejaste que sea Jesucristo quien hable a través de tu palabra y de tu ejemplo. En definitiva, danke Heiligen Vater Benedikt: wir leben dich, weil Gottes Angesicht bist du in der Welt [Gracias, Santo Padre Benedicto: te amamos, porque eres el rostro de Dios en el mundo].

[1] Card. Joseph Ratzinger, «El ministerio y vida de los Presbíteros», publicado en el Nº 1/96 de la Revista Sacrum Ministerium (traducción por José Arturo Quarracino).

La vida en Cristo_Benedicto XVI

Cardenal Joseph Ratzinger, “Cristianismo. La victoria de la inteligencia sobre el mundo de las religiones”

Al término del segundo milenio, precisamente en la zona de su difusión originaria, el cristianismo se encuentra sumido en una crisis profunda, a causa del dilema que pone en aprietos su empeño por la verdad. Esta crisis tiene una doble dimensión. Ante todo, se nos pregunta siempre con mayor insistencia si es justo, en el fondo, aplicar la noción de verdad a la religión, en otras palabras, si está dado al hombre conocer la verdad dicha precisamente sobre Dios y las cosas divinas. Es que el hombre contemporáneo se encuentra reflejado muy bien en la parábola del elefante y de los ciegos. Una vez, un rey del norte de la India reunió en un puesto a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después, frente a los allí reunidos, hizo pasar a un elefante. Dejó que uno tocara la cabeza, y dijo «un elefante es así»; otros pudieron tocar las orejas, y así sucesivamente el colmillo, la trompa, el lomo, la pata, la parte de atrás, los pelos de la cola. Posteriormente el rey preguntó a cada uno: «¿cómo es un elefante?». Y según la parte que habían tocado, cada uno de ellos respondió: «es como un cesto trenzado…», «es como un jarrón…», «es como un asta de un arado…», «es como un almacén…», «es como un pilastro…», «es como un mortero…», «es como una escoba…». Entonces, continúa la parábola, se pusieron a discutir a los gritos: «el elefante es así», «no, es así», se precipitaron unos con otros y se tomaron a golpes de puño, lo cual divirtió mucho al rey. A los hombres de hoy la disputa entre religiones les parece que es igual a esta disputa entre ciegos de nacimiento, porque frente al misterio de Dios parecería que hemos nacido ciegos. Para el pensamiento contemporáneo, de ninguna manera el cristianismo se encuentra en una situación más favorable respecto de las otras religiones, ya que justamente con su pretensión a la verdad parece estar particularmente ciego frente al límite de todo nuestro conocimiento de lo divino, y además se caracteriza por ser un fanatismo particularmente insensato, que incorregiblemente cambia el todo por la parte, al estar conmovido por su propia experiencia.

Ratzinger exponiendo

Este escepticismo, generalizado a causa de las confrontaciones que tienen lugar en el empeño por afirmar la verdad en materia religiosa, se apoya además en cuestiones que la ciencia moderna ha planteado respecto a los orígenes y a los contenidos del cristianismo. La teoría evolucionista parece haber superado la doctrina de la creación, los conocimientos referidos al origen del hombre parecen haber superado la doctrina del pecado original; la crítica exegética relativiza la figura de Jesús y pone signos de interrogación sobre su conciencia filial; el origen de la Iglesia en Jesús aparece dudoso, y así tantas cosas más. «El fin de la metafísica» ha tornado problemático el fundamento filosófico del cristianismo, y los métodos históricos modernos han situado la base histórica del cristianismo bajo una luz ambigua. Así es fácil reducir los contenidos cristianos a símbolos, no atribuirles ninguna verdad mayor que la que tienen los mitos en la historia de las religiones y considerarlos como una modalidad de cierta experiencia religiosa que debería colocarse humildemente al costado de las otras. En este sentido, parece que todavía se puede continuar siendo cristianos, ya que nos servimos siempre de las formas expresivas del cristianismo, pero su designio está radicalmente transformado, ya que aquella verdad que era para el hombre una fuerza comprometedora y una promesa confiable se ha convertido hoy en una expresión cultural de la sensibilidad religiosa general, expresión que puede ser obvia para nosotros a causa de nuestro origen europeo.

Al comienzo de este siglo, Ernst Troeltsch ha formulado filosófica y teológicamente este retraimiento del cristianismo respecto a su originaria pretensión de universalidad, la que se fundamentaba exclusivamente en su empeño por alcanzar la verdad. Había arribado a la convicción que las culturas son insuperables y que la religión está ligada a las culturas. En consecuencia, el cristianismo es simplemente el lado del rostro de Dios vuelto hacia Europa. Las «características particulares ligadas a la cultura y a las razas» y «las características de sus grandes configuraciones religiosas que abrazan un contexto más amplio alcanzan el rango de instancia última: ¿Quién puede arriesgarse a formular juicios de valor verdaderamente categóricos a este respecto? Es una cosa que podría hacer solamente Dios mismo, quien está en el origen de estas diferencias». Un ciego de nacimiento sabe que no ha nacido para ser ciego, en consecuencia no dejará de interrogarse sobre el por qué de su ceguera y sobre cómo salir de ella. Solamente en apariencia el hombre se ha resignado a la condena de ser ciego de nacimiento frente a aquello que le pertenece, a la única realidad que en última instancia es la que cuenta en nuestra vida. El intento titánico de tomar posesión del mundo entero, de extraer de nuestra vida y para nuestra vida todo lo posible -como explosión de un culto de éxtasis, de transgresión y de destrucción de sí- muestra que el hombre no se conforma con un juicio así. Porque si no sabe de dónde viene y por qué existe, ¿entonces no es todo su ser una creatura malograda? Constituyen un engaño tanto el adiós aparentemente indiferente que se dispensa a la verdad sobre Dios y sobre la esencia de nuestro yo, como la aparente satisfacción que produce el no tener que ocuparse más de todo esto engañan. El hombre no puede resignarse a ser y permanecer ciego de nacimiento en cuanto a lo que es esencial: el adiós a la verdad jamás puede ser definitivo.

Al ser las cosas de esta manera, es necesario volver a proponer la pregunta respecto a la verdad del cristianismo, pregunta que hoy se la considera fuera de moda, por cuanto a muchos les puede parecer superflua e insoluble. ¿Pero cómo? Seguramente, la teología cristiana deberá examinar atentamente, sin temor a exponerse, las diversas instancias que han ido surgiendo contra la pretensión del cristianismo a la verdad en el campo de la filosofía, de las ciencias naturales y de la historia natural. Pero por otra parte es necesario también que ella busque adquirir una visión de conjunto del problema concerniente a la esencia auténtica del cristianismo, su posición en la historia de las religiones y su puesto en la existencia humana. Quiero dar un paso en esta dirección, poniendo en evidencia cómo el cristianismo mismo ha visualizado esta pretensión suya en sus orígenes, en el kosmos de las religiones.

Que yo sepa no existe ningún texto del cristianismo antiguo que arroje tanta luz sobre esta cuestión como la discusión de Agustín con la filosofía religiosa del «más erudito entre los romanos», Marco Terencio Varrón (116-27 d. C.). Varrón compartía la imagen estoica de Dios y del mundo, definía a Dios como animam motu ac ratione mundum gubernantem (como «el alma que rige el mundo por medio del movimiento y la razón»), en otros términos, como el alma del mundo que los griegos llaman kosmos: hunc ipsum mundum esse deum. Sin embargo, esta alma del mundo no recibe culto, no es objeto de religio, ya que verdad y religión, conocimiento racional y orden cultual están situados sobre dos planos totalmente diferentes. El orden cultual, el mundo concreto de la religión no pertenece al orden de la res, de la realidad como tal, sino al orden de las mores, de las costumbres: no son los dioses los que han creado el Estado, sino que es el Estado el que ha instituido a los dioses, cuya veneración es esencial para el orden del Estado y para el buen comportamiento de los ciudadanos. La religión es esencialmente un fenómeno político. Varrón distingue así tres tipos de «teología», entendiendo por teología la ratio, quae de diis explicatur, lo que podríamos traducir como la comprensión y la explicación de lo divino. Tales son la theologia mythica, la theologia civilis y la theologia naturalis. Por medio de cuatro definiciones explica después qué es lo que abarcan estas «teologías». La primera definición hace referencia a los tres tipos de teólogos asociados a estas tres teologías. Los teólogos de la teología mítica son los poetas, porque han compuesto cantos sobre los dioses y son así cantores de la divinidad; los teólogos de la teología física (natural) son los filósofos, es decir, los eruditos, los pensadores que, yendo más allá de lo habitual, se interrogan sobre la realidad, sobre la verdad; los teólogos de la teología civil son los «populistas», que han elegido no aliarse a los filósofos (a la verdad), sino a los poetas, a sus visiones poéticas, a las imágenes y a sus figuras.

La segunda definición se refiere a los lugares a los que están asociados los teólogos en particular en la realidad. A la teología mítica corresponde el teatro, que tenía de hecho un rango religioso, cultual, ya que según la opinión común, los espectáculos habían sido instituidos por orden de los dioses; a la teología política le corresponde la urbs, y el espacio de la teología natural era el kosmos.

La tercera definición designa el contenido de las tres teologías. La teología mítica tenía por contenido las fábulas sobre los dioses, creadas por los poetas; la teología del Estado tenía por contenido el culto, mientras que la teología natural respondía a la pregunta sobre quiénes son los dioses. Vale la pena ahora prestar mayor atención: «Si -como en Heráclito- ellos [los dioses] están hechos de fuego o -como en Pitágoras- de números, o -como en Epicuro- de átomos, y otras cosas también que los oídos pueden soportar más fácilmente en el interior de las paredes escolásticas que fuera de ellas, en la plaza pública», se deduce con absoluta claridad que esta teología natural es una desmitologización, o mejor dicho, una racionalidad, que mira críticamente qué hay detrás de la apariencia mítica y la disuelve por medio del conocimiento científico-natural. En este sentido, culto y conocimiento están separados el uno del otro. El culto resulta necesario en tanto que es una cuestión de utilidad pública, mientras que el conocimiento tiene un efecto destructor sobre la religión y no debería entonces ser colocado en la plaza pública.

Por último, está la cuarta definición. ¿De qué tipo de realidad está constituido el contenido de las diversas teologías? La respuesta de Varrón es ésta: la teología natural se ocupa de la «naturaleza de los dioses» (que de hecho no existen), las otras dos teologías tratan de las divina instituta hominum -de las instituciones divinas de los hombres. El sostiene que toda la diferencia se reduce a la que hay entre la física en su antiguo significado y la religión cultual por otra parte. «La teología civil no tiene en última instancia ningún dios, sino solamente la “religión”; la “teología natural” no tiene religión, sino solamente una divinidad». Por cierto, no puede tener ninguna religión, porque a su dios (fuego, números, átomos) no se le puede dirigir la palabra en términos religiosos. De esta manera, religio (término que designa esencialmente el culto) y realidad, el conocimiento racional de lo real, se configuran como dos esferas separadas, una junto a la otra. La religio no extrae su justificación de la realidad de lo divino sino de su función política, es una institución de la que el Estado tiene necesidad para su existencia.

Indudablemente aquí nos encontramos frente a una fase tardía de la religión, en la que se quiebra la ingenuidad de la actitud religiosa y, en consecuencia, se fomenta su disolución. Pero el vínculo esencial de la religión con la institución estatal penetra decididamente en forma mucha más profunda, con lo cual el culto es en última instancia un orden positivo que como tal no puede entroncarse con el problema de la verdad. Si bien Varrón, en una época en la que la función política de la religión era todavía suficientemente fuerte, para justificarla como tal podía defender sobre todo una concepción áspera de la racionalidad y de la ausencia de verdad del culto motivado políticamente, ello no impedía al neoplatonismo buscar enseguida otra vía de salida de la crisis, sobre la cual el emperador Juliano basó después su esfuerzo para restablecer la religión romana del Estado. Aquello que los poetas dicen que son imágenes que no deben ser entendidas físicamente, son de todos modos imágenes que expresan lo inexpresable para todos aquellos hombres para quienes está cerrada la vía maestra de la unión mística. Aún cuando no sean verdaderas como tales, las imágenes son justificadas como aproximaciones a algo que siempre debe permanecer inexpresable.

Con esto hemos anticipado algo de lo que diremos. En efecto, la posición neoplatónica es por su parte ya una reacción contra la postura cristiana sobre el problema de la fundamentación cristiana del culto y del puesto de la fe que está a la base, según el esquema tipológico de las religiones. Volvamos entonces a Agustín. ¿Dónde es que él sitúa el cristianismo en la tríada varroniana de las religiones? Lo que asombra es que, sin la más mínima vacilación, Agustín asigna al cristianismo su puesto en el ámbito de la «teología física», es decir, en el ámbito de la racionalidad filosófica. Se encuentra así en perfecta continuidad con los primeros teólogos del cristianismo, los apologistas del siglo II, y también con la posición que Pablo asigna al cristianismo en el primer capítulo de la Epístola a los romanos que, por su parte, se basa sobre la teología veterotestamentaria del libro de la Sabiduría y se remonta, más allá de éste, hacia los Salmos, en los que los dioses son escarnecidos. En esta perspectiva, el cristianismo tiene sus precursores y su preparación en la racionalidad filosófica, no en las religiones. El cristianismo no está basado en absoluto, según Agustín y la tradición bíblica que para él es normativa, sobre imágenes y presentimientos míticos, cuya justificación última se encuentra en su utilidad política, sino que por el contrario se refiere a aquello divino que puede ser percibido por el análisis racional de la realidad. En otros términos, Agustín identifica el monoteísmo bíblico con las concepciones filosóficas sobre la fundación del mundo que se han formado, según diversas variantes, en la filosofía antigua. Esto es lo que se entiende cuando el cristianismo, a partir del discurso paulino del Areópago en adelante, se presenta con la pretensión de ser la religio vera. Lo cual significa que la fe cristiana no se basa ni en la poesía ni en la política, estas dos grandes fuentes de la religión, sino que se basa en el conocimiento, ya que venera a aquel Ser que es fundamento de todo lo que existe, el Dios verdadero. En el cristianismo, la racionalidad ha devenido religión y no es más su adversaria. Para que esto aconteciese, para que el cristianismo fuese comprendido como la victoria de la desmitologización, la victoria del conocimiento y con ello de la verdad, debía considerarse necesariamente como universal y ser llevado a todos los pueblos, pero no como una religión específica que reprime a las otras a la fuerza, como una especie de imperialismo religioso, sino como la verdad que torna superflua la apariencia. Y esto es justamente lo que en la amplia tolerancia de los politeísmos debía aparecer necesariamente como intolerable, directamente como enemigo de la religión, como «ateísmo». El cristianismo no se fundó sobre la relatividad ni sobre la convertibilidad de las imágenes, por eso molestaba sobre todo a la utilidad política de las religiones, ya que ponía en peligro los fundamentos del Estado, en el que no quería ser una religión entre otras sino la victoria de la inteligencia sobre el mundo de las religiones.

Cristo resucitado4Por otra parte, en esta posición del cristianismo en el kosmos de religión y filosofía resalta también su fuerza de penetración. Ya antes del inicio de la misión cristiana, algunos círculos cultos de la Antigüedad habían buscado en la figura del temeroso de Dios el nexo con la fe judía, el que se les presentaba como una figura religiosa del monoteísmo filosófico correspondiente a las exigencias de la razón y al mismo tiempo a la necesidad religiosa del hombre. Es necesario éste a quien la filosofía por sí sola no podía responder, ya que no se reza a un dios solamente pensado. Por el contrario, allí donde el Dios encontrado por el pensamiento se deja encontrar en el corazón de la religión como un Dios que habla y actúa, el pensamiento y la fe se reconcilian. Pero en ese nexo con la sinagoga, había todavía algo que no satisfacía, porque en efecto el no-hebreo permanecía siempre como un extraño, no podía llegar jamás a una pertenencia total. Este nudo es cortado en el cristianismo por la figura de Cristo, tal como la interpretó Pablo. Sólo entonces el monoteísmo religioso del judaísmo devino universal, y entonces la unidad de pensamiento y fe -la religio vera– se tornó accesible a todos.

Justino el filósofo, Justino el mártir (+ 167 d.C.) puede servir de figura sintomática de este acceso al cristianismo. Había estudiado todas las filosofías y al final había reconocido al cristianismo como la vera philosophia. Estaba convencido que al convertirse al cristianismo no había renegado de la filosofía, sino que sólo entonces se había convertido en verdadero filósofo. La convicción que el cristianismo es una filosofía, la filosofía perfecta que ha podido alcanzar la verdad, permanecerá en vigor todavía durante largo tiempo, después de la patrística. Es absolutamente actual en el siglo XIV en la teología bizantina de Nicolás Cabasilas. Por cierto, no se entendía a la filosofía como una disciplina académica de naturaleza puramente teorética, sino también y sobre todo, en el plano práctico, como el arte de vivir bien y de morir bien, arte que puede ejecutarse bien solamente a la luz de la verdad.

Pero la unión de la racionalidad y de la fe, que se realizó en el desarrollo de la misión cristiana y en la elaboración de la teología cristiana, aportó correcciones decisivas en la imagen filosófica de Dios, entre las cuales deben ser mencionadas sobre todo dos. La primera consiste en el hecho que el Dios en el que los cristianos creen y que veneran, a diferencia de los dioses míticos y políticos, es verdaderamente natura Deus. En esto satisface las exigencias de la racionalidad filosófica. Pero al mismo tiempo es válido el otro aspecto: non tamen omnis natura est Deus, no todo lo que es naturaleza es Dios. Dios es Dios por su naturaleza, pero la naturaleza como tal no es Dios. Se crea una separación entre la naturaleza universal y el Ser que la funda y que le da origen. Sólo entonces la física y la metafísica se distinguen claramente una de otra. Solamente el Dios verdadero que podemos reconocer por medio del pensamiento es objeto de oración en la naturaleza. Pero Dios es más que la naturaleza, ya que la precede y ella es su creatura. A esta separación entre la naturaleza y Dios se agrega un segundo descubrimiento, todavía más decisivo: al dios, a la naturaleza, al alma del mundo o a cualquier cosa que fuese no se le podía rezar. Ya hemos constatado que Yahvé no era un «dios religioso». Ahora, aquello que ya dice la fe del Antiguo Testamento y más todavía la del Nuevo Testamento, aquel Dios que precede a la naturaleza se ha vuelto hacia los hombres. No es un Dios silencioso, justamente porque no es sólo naturaleza, por cuanto ha entrado en la historia, ha venido al encuentro del hombre, y así ahora el hombre puede encontrarlo. El hombre puede unirse a Dios porque Dios se ha unido a él. Las dos dimensiones de la religión que estaban siempre separadas una de la otra -la naturaleza eternamente dominante y la necesidad de salvación del hombre que sufre y lucha-, están unidas una con otra. La racionalidad puede devenir religión, porque el Dios de la racionalidad es el mismo que ha entrado en la religión. El elemento que la fe reivindica como propio, la Palabra histórica de Dios, es en efecto el presupuesto para que la religión pueda ahora ya volverse hacia el Dios de la filosofía, ya que no es más un dios puramente filosófico, pero al que sin embargo ya no le repugna el conocimiento de la filosofía sino que lo asume. Aquí se manifiesta una cosa sorprendente: los dos principios fundamentales del cristianismo aparentemente en contraste -el vínculo con la metafísica y el vínculo con la historia- se condicionan y se refieren el uno al otro, juntos constituyen la apología del cristianismo en cuanto religio vera.

Si entonces se puede decir que la victoria del cristianismo sobre las religiones paganas fue posible en no menor medida por su pretensión de racionalidad, es necesario agregar que a esto está ligado un segundo motivo de igual importancia. Consiste ante todo, para decirlo en forma absolutamente general, en la seriedad moral del cristianismo, característica que ya Pablo había puesto del mismo modo en relación con la racionalidad de la fe cristiana. A lo que en el fondo tiende la ley, las exigencias esenciales puestas a la luz de la fe cristiana, de un único Dios para la vida del hombre, corresponde a aquello que el hombre, cada hombre, lleva escrito en el corazón, de modo que cuando se presenta, lo reconoce como Bien; corresponde a lo que «es bueno por naturaleza» (Rm 2, 14ss.). La alusión a la moral estoica, a su interpretación ética de la naturaleza, es evidente mucho más en otros textos paulinos, por ejemplo en la carta a los Filipenses (Flp 4, 8: «todo aquello que es verdadero, noble, justo, puro, amable, honrado, aquello que es virtud y merece alabanza, todo esto sea objeto de vuestros pensamientos»).

De esta manera, la unidad fundamental (aunque crítica) con la racionalidad filosófica, presente en la noción de Dios, se confirma y se concretiza ahora en la unidad, crítica también, con la moral filosófica. Así como en el campo de lo religioso el cristianismo superaba los límites de una escuela de sabiduría filosófica, justamente por el hecho que el Dios pensado se dejaba encontrar como un Dios viviente, así hubo aquí una superación de la teoría ética en una praxis moral, comunitariamente vivida y que se mantiene concreta, en la que la perspectiva filosófica es adelantada y trasladada a la acción real, en particular gracias a la concentración de toda la moral en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Simplificando, se podría decir que el cristianismo convencía gracias al vínculo de la fe con la razón y gracias a la orientación de la acción hacia la caritas, hacia el cuidado amoroso de los sufrientes, de los pobres y de los débiles, más allá de toda diferencia de condición. Que ésta era la fuerza íntima del cristianismo se lo puede ver segura y claramente en el modo en el que el emperador Juliano buscó restablecer el paganismo, pero en una forma novedosa. Él, el pontifex maximus de la restaurada religión de los dioses antiguos, se puso a instituir algo que jamás había existido antes, una jerarquía pagana, la que estaba compuesta de sacerdotes y metropolitanos. Los sacerdotes debían ser ejemplos de moralidad, debían dedicarse al amor de dios (la divinidad suprema entre los dioses) y del prójimo, estaban obligados a cumplir actos de caridad hacia los pobres, jamás les era permitido leer las comedias licenciosas y las novelas eróticas, y en los días de fiesta debían predicar sobre un argumento filosófico, para instruir y formar al pueblo. Teresio Bosco dice justamente en referencia a esto que lo que en realidad el emperador buscaba con todo ello no era restablecer el paganismo sino cristianizarlo, por medio de una síntesis de racionalidad y religión, limitada al culto de los dioses.

Volviendo la mirada hacia atrás, podemos decir que la fuerza que ha transformado al cristianismo en una religión mundial ha consistido en su síntesis entre razón, fe y vida. Y es precisamente esta síntesis la que está resumida en la expresión religio vera. Con mayor razón entonces se impone la pregunta: ¿por qué esta síntesis no convence más hoy en día? ¿Por qué la racionalidad y el cristianismo son, por el contrario, consideradas hoy como contradictorios y hasta recíprocamente excluyentes? ¿Qué ha cambiado en la racionalidad y qué ha cambiado en el cristianismo?

En una época, el neoplatonismo (en particular Porfirio) había opuesto a la síntesis cristiana otra interpretación del vínculo entre filosofía y religión, una interpretación que intentaba ser una refundación filosófica de la religión politeísta. Hoy es justamente este modo de armonizar la religión y la racionalidad lo que parece imponerse como la forma de religiosidad adaptada a la conciencia moderna.

Porfirio formula su primera idea fundamental así: latet omne verum, la verdad está oculta. Acordémonos de la parábola del elefante, señalada justamente por aquella concepción en la que coinciden budismo y neoplatonismo, de la cual se desprende que no hay ninguna certeza sobre la verdad y sobre Dios sino que solamente hay opiniones. En la crisis de Roma de los a fines del siglo IV, el senador Simmaco -imagen especular de Varrón y de su teoría de la religión- ha condensado la concepción neoplatónica en algunas fórmulas simples y pragmáticas, lo que podemos encontrar en el discurso pronunciado en el 384 delante del emperador Valentiniano II, en defensa del paganismo y en favor de la reinstalación de [la estatua de] la diosa Victoria en el Senado de Roma. Cito solamente la frase decisiva que se ha tornado célebre: «Es la misma cosa la que todos nosotros veneramos, es una sola cosa la que pensamos; contemplamos las mismas estrellas, uno solo es el cielo que está por encima de nosotros, es el mismo mundo el que nos circunda. ¿Qué importan los diversos modelos de sabiduría a través de las cuales cada uno busca la verdad? No se puede arribar a un misterio tan grande a través de un único camino».

Es exactamente esto lo que hoy sostiene la racionalidad: la verdad en cuanto tal no la conocemos, en las imágenes más diversas miramos en el fondo a la misma cosa. Misterio tan grande, lo divino no puede ser reducido a una sola figura que excluya a todas las demás, a un único camino que vincule a todos los otros. Hay muchas vías, hay muchas imágenes, todas reflejan algo del todo y ninguna de ellas refleja el todo. El ethos de la tolerancia pertenece a quien reconoce en cada una de ellas una parte de verdad, a quien no pone la suya más alto que las otras y se introduce tranquilamente en la sinfonía polimorfa de lo eterno inaccesible. En realidad, éste último se vela detrás de los símbolos, pero estos símbolos parecen en no menor medida nuestra única posibilidad de arribar de alguna manera a la divinidad.

¿La pretensión del cristianismo de ser la religio vera estaría entonces superada por el progreso de la racionalidad? ¿El cristianismo está constreñido entonces a rebajar sus pretensiones y a insertarse en la visión neoplatónica, budista o hindú de la verdad y del símbolo, a contentarse -como había propuesto Ernst Troeltsch- con mostrar el rostro de Dios, pero la parte orientada hacia Europa? ¿Quizás haya que dar un paso más que el que dio Troeltsch, quien consideraba que el cristianismo era la religión adaptada a Europa, teniendo en cuenta el hecho que hoy Europa misma duda que esta religión sea adaptada a ella? Esta es la verdadera pregunta a la cual hoy la Iglesia y la teología deben hacer frente. Todas las crisis en el interior del cristianismo que observamos en nuestros días se basan de hecho sólo secundariamente en problemas institucionales. Los problemas de las instituciones, así como los de las personas, en el fondo derivan en la Iglesia de esta cuestión y del enorme peso que ésta tiene. Nadie puede esperar que al fin del segundo milenio esta pregunta fundamental, por sí provocativa, encuentre aunque sea sólo lejanamente una respuesta definitiva en una conferencia. No puede de ninguna manera encontrar respuestas únicamente teóricas, ya que la religión, en cuanto aptitud última del hombre, no es jamás solamente teoría. Exige esa combinación de conocimiento y de acción, sobre la que se fundaba la fuerza persuasiva del cristianismo de los Padres.

De ninguna manera esto significa que nos podamos sustraer a la urgencia que el problema tiene desde el punto de vista intelectual, retornando a la necesidad de la praxis. Para finalizar, buscaré solamente abrir una perspectiva que podría indicar la dirección que es preciso seguir. Hemos visto que la originaria unidad relacional, sin embargo jamás completamente adquirida, entre racionalidad y fe, a la que finalmente Santo Tomás dio una forma sistemática, ha sido desgarrada menos por el desarrollo de la fe que por los nuevos progresos de la racionalidad. Como etapas de esta mutua separación se podría citar a Descartes, Spinoza, Kant. La nueva síntesis englobante que Hegel intenta no restituye a la fe su puesto filosófico, sino que tiende a convertirla en razón y a eliminarla como fe. A esta absolutización del espíritu, Marx opone la unicidad de la materia. La filosofía debe entonces ser completamente reconducida a la ciencia exacta. Solamente el conocimiento científico exacto es conocimiento. Con esto ha sido despedida la idea de lo divino.

La profecía de Augusto Comte, que decía que un día estaría instituida una física del hombre y que las grandes preguntas hasta ahora dejadas a la metafísica en el futuro habrían de ser tratadas positivamente, como todo lo que ya es ciencia positiva, tiene una resonancia impresionante en nuestro siglo, en las ciencias humanas. La separación entre la física y la metafísica operada por el pensamiento cristiano es abandonada para siempre. Todo debe volver a convertirse en “física”.

La teoría evolucionista se ha ido cristalizando como la ruta para hacer desaparecer definitivamente la metafísica, para tornar superflua la «hipótesis de Dios» (Laplace) y formular una explicación del mundo estrictamente «científica». Una teoría evolucionista que explique en forma integral el conjunto de todo lo real se ha convertido en una especie de «filosofía primera» que representa, por así decir, el auténtico fundamento de la comprensión racional del mundo. Todo intento de hacer entrar en juego causas diferentes de las que elabora una teoría «positiva», todo intento de «metafísica» aparece necesariamente como una recaída más acá de la razón, como un decaer de la pretensión universal de la ciencia. También la idea cristiana de Dios es considerada necesariamente como no científica. A esta idea no le corresponde más ninguna theologia physica, ya que la única theologia naturalis es, en esta visión, la doctrina evolucionista, y ella no conoce precisamente ningún Dios, ni ningún Creador en el sentido del cristianismo (del judaísmo y del islam), ni ninguna alma del mundo o dinamismo interior en el sentido de la Stoa. Eventualmente se podría, en sentido budista, considerar el mundo entero como una apariencia, y la nada como la auténtica realidad, y justificar en este sentido las formas místicas de religión que al menos no están en directa competencia con la razón.

¿Está dicha entonces la última palabra? ¿La razón y el cristianismo están definitivamente separados la una del otro? Tal como están las cosas, no se discute el alcance de la doctrina evolucionista como filosofía primera y la exclusividad del método positivo como único modelo de ciencia y de racionalidad. Es necesario que esta discusión sea iniciada por ambas partes con serenidad y disposición para escuchar, cosa que hasta ahora se ha dado sólo en forma débil. Nadie podría poner seriamente en duda las pruebas científicas de los procesos microevolutivos. Reinhard Junker y Siegfried Scherer dicen respecto a esto en su Kritisches Lehrbuch sobre la evolución: «Tales fenómenos [los procesos microevolutivos] son bien conocidos a partir de los procesos naturales de variación y de formación. Su examen por medio de la biología evolutiva llevó a conocimientos significativos a propósito de la asombrosa capacidad de adaptación de los seres vivientes». En este sentido, dicen que con razón se puede caracterizar la investigación sobre el origen como la disciplina reina de la biología. La pregunta que quizás un creyente puede plantearse frente a la razón moderna no es sobre esto, sino sobre la extensión de una philosophia universalis que aspira a convertirse en una explicación general de lo real y tiende a no aceptar jamás ningún otro nivel de pensamiento. En la misma doctrina evolucionista el problema se presenta cuando se pasa de la micro a la macroevolución, pasaje a propósito del cual Szamarthy y Maynard Smith, ambos sostenedores de una teoría evolucionista recomprensiva, admiten también que «no hay motivos teóricos que permitan pensar que las líneas evolutivas aumentan en complejidad con el tiempo. Ni siquiera hay pruebas empíricas que permitan llegar a afirmar esto».

La pregunta que ahora es necesario plantear es más profunda. Se trata de saber si la doctrina evolucionista puede presentarse como una teoría universal de todo lo real, más allá de la cual las ulteriores preguntas sobre el origen y la naturaleza de las cosas no son más lícitas ni necesarias, o si las preguntas últimas del género no superan el campo de la pura investigación científico-natural. Quiero plantear la pregunta en un modo todavía más concreto. Es toda una respuesta la que encontramos, por ejemplo, en la siguiente formulación de Popper: «la vida, como la conocemos, consta de “cuerpos” físicos (mejor dicho, de procesos y estructuras) que resuelven problemas. Que las diversas especies han “aprendido” por medio de la selección natural, es decir, por medio del método de reproducción más variaciones, método que, por su parte, fue aprendido según el mismo modo. Es una regresión, pero no es infinita…». No creo precisamente esto. A fin de cuentas, se trata de una alternativa que no se puede simplemente resolver jamás ni en el nivel de las ciencias naturales y en el fondo ni siquiera en el plano de la filosofía. Se trata de saber si la razón (o lo racional) se encuentra o no al principio de todas las cosas y como fundamento de ellas; se trata de saber si lo real ha nacido sobre la base del azar y de la necesidad (o, con Popper, de acuerdo con Butler, del Luck and Cunning [del azar feliz y previsible]), es decir, de lo que es sin razón. En otros términos, se trata de saber si la razón es un producto casual y marginal de lo irracional, insignificante en el océano de lo irracional, o por el contrario, se mantiene como verdadero lo que es la convicción fundamental de la fe cristiana y de su filosofía: In principium erat Verbum -al principio de todas las cosas está la fuerza creadora de la razón. La fe cristiana es hoy como ayer la opción por la prioridad de la razón y de lo racional. Como ya se ha dicho, esta última pregunta no puede ser ya resuelta a través de argumentos extraídos de las ciencias naturales, porque entonces es el mismo pensamiento filosófico el que se bloquea. En este sentido, no es posible suministrar ninguna prueba última de la opción cristiana fundamental. ¿Pero por último la razón puede, sin renegar de sí misma, renunciar a la prioridad de lo racional sobre lo irracional, puede renunciar al Logos como principio primero? El modelo hermenéutico ofrecido por Popper, el cual se reintroduce bajo formas diversas en otras presentaciones de la «filosofía primera», demuestra que la razón no puede sino pensar también lo irracional según su medida y, en consecuencia, racionalmente (¡resolver problemas, elaborar métodos!), restableciendo así implícitamente justamente el primado de la razón antes rechazado. Con su opción a favor del primado de la razón, el cristianismo permanece todavía hoy como «racionalidad», y pienso que una racionalidad que se cierra a esta opción significaría, forzosamente y en contra de las apariencias, no una evolución sino una involución de la racionalidad.

Hemos visto antes que en la concepción del primer cristianismo las nociones de naturaleza, hombre, Dios, ethos y religión estaban indisolublemente conectadas el una con la otra y que el nexo había ayudado precisamente al cristianismo a hacernos ver claro en la crisis de los dioses y en la crisis de la antigua racionalidad. El orientarse de la religión hacia una visión racional de lo real, el logos como parte de esta visión y su aplicación concreta bajo el primado del amor, se asociaron el uno al otro. El primado del logos y el primado del amor se revelaron idénticos. El logos nunca apareció sólo como razón matemática a la base de todas las cosas sino como amor creador hasta convertirse en compasión hacia la creatura. La dimensión cósmica de la religión que venera al Creador en la potencia del ser y su dimensión existencial, la cuestión de la redención, se compenetraron y se convirtieron en una sola cosa. De hecho, una explicación de lo real que no puede sensata y comprensivamente fundar un ethos resulta necesariamente insuficiente. Ahora, es un hecho que la teoría evolucionista, allí donde se arriesga a prolongarse en philosophia universalis, intenta fundar un nuevo ethos sobre la base de la evolución. Pero este ethos evolucionista, que encuentra ineludiblemente su noción clave en el modelo de la selección, en consecuencia en la lucha por la supervivencia, en la victoria del más fuerte, en la adaptación resultante, tiene poco consuelo para ofrecer. Incluso allí donde se buscó embellecerlo en diversas formas, resultó al final un ethos cruel. El esfuerzo por destilar lo racional a partir de una realidad insensata en sí misma fracasa aquí en forma evidente. Todo esto sirve bien poco para lo que tenemos necesidad: una ética de la paz universal, del amor práctico al prójimo y del necesario ir más allá de lo particular.

El intento de devolver, en esta crisis de la humanidad, un sentido comprensible a la noción del cristianismo como religio vera debe, por así decir, dirigirse por igual a la ortopraxis y a la ortodoxia. En un nivel más profundo su contenido deberá consistir, hoy -como siempre, en último análisis- en el hecho que el amor y la razón coinciden en cuanto verdaderos y precisos pilares fundamentales de lo real: la razón verdadera es el amor y el amor es la razón verdadera. En su unidad ellos son el fundamento verdadero y la finalidad de todo lo real.

Conferencia pronunciada el 27 de noviembre de 1999 en La Sorbona

Versión original italiana, publicada en 30 Giorni, anno XVIII – nº 1 (2000).

Traducción por José Arturo Quarracino.

BENEDICTO XVI y el SALMO 92

El justo florecerá como la palmera, crecerá como los cedros del Líbano: trasplantado en la Casa del Señor, florecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando frutos, se mantendrá fresco y frondoso, para proclamar qué justo es el Señor, mi Roca, en quien no existe la maldad.
(Sal 92, 13-16)

Benedicto XVI-5 Cristo resucitado4

Este salmo es recitado en el Oficio de Lectura del 2º sábado de Cuaresma. En estos versículos citados no podemos dejar de aplicar lo que allí se dice al venerado Pontífice emérito Benedicto XVI.
Nadie puede desconocer que Joseph Ratzinger ha vivido, como sacerdote, una vida ejemplar al servicio de Cristo y de su Iglesia. No podemos olvidar que el lema de su escudo episcopal fue el de “Cooperadores de la Verdad”, porque es la esencia del oficio sacerdotal que él vivió a lo largo de toda su vida: servidor de la Verdad, siervo de Nuestro Señor Jesucristo y del Dios trinitario.
Su vida sacerdotal fue una de las expresiones más plenas y acabadas de lo que significa ser sacerdote: hacerse humanamente nada para que Cristo pueda ser todo a través de la persona que se consagra a Él. Tal como él mismo lo expresó en su oportunidad: “El ministerio de la Palabra exige del sacerdote la participación en la kénosis de Cristo, el manifestarse y el humillarse en Cristo. El hecho que el sacerdote no habla más de sí mismo, sino que lleva el mensaje de otro, de ninguna manera significa indiferencia personal, sino más que nada lo contrario: el perderse en Cristo que retoma el camino de su misterio pascual, y así lleva a encontrarse verdaderamente a sí mismo y a la comunión con Aquél que es el Verbo de Dios en persona. Esta estructura pascual del no-yo y, sin embargo, de mi verdadero yo muestra en definitiva la finalidad del ministerio de la Palabra más allá de todo lo que es funcional, penetra dentro del ser y supone el sacerdocio como sacramento” .

Su renuncia al ejercicio activo del papado el 11 de febrero del año pasado significó justamente la plenificación de su vocación sacerdotal, aunque suene paradójico o contradictorio. El querido papa Benedicto XVI no renunció al sacerdocio, sino que hizo en definitiva y en última instancia lo que el Señor le debe haber pedido en esas horas dramáticas para él, para la Iglesia y para el mundo. Los hechos posteriores –fundamentalmente, la elevación al papado de Francisco- muestran que el papa Ratzinger supo humillarse para dar paso a quien el Señor necesitaba en este momento de la historia de la Iglesia: el papa Ratzinger no hizo lo que quiso, sino lo que Cristo le pidió, al precio de su humillación “mundana”, como lo puede ser su renuncia por cansancio físico o espiritual. Si hoy el mundo goza con el papado de Francisco y los enemigos de Dios y del hombre sufren con su labor pastoral petrina, es gracias al renunciamiento y humillación de Benedicto XVI.
Nuestro Santo Padre emérito no renunció al papado, sino a su ejercicio activo, ya que sigue trabajando y cooperando con su Señor (nuestro Señor) con su vida actual consagrada a la oración y a la meditación. Como Moisés en la batalla del pueblo de Israel contra los amalecitas, Benedicto XVI sostiene el combate espiritual de la Iglesia toda y la labor petrina de Francisco con su vida hecha oración. Sin temor a equivocarnos, podemos decir totalmente convencidos que si Jorge Mario Bergoglio es hoy Francisco, puede serlo gracias al testimonio sacerdotal y sacrificial de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI.
Su renuncia al ejercicio activo del papado no significó un acto de debilidad ni cobardía, sino todo lo contrario. Sólo un hombre valiente y dotado de coraje viril podía aceptar la voluntad del Señor y hacerse cargo de la herencia de Juan Pablo II, y sólo un hombre valiente y de coraje como él podía dar un paso al costado para que otro –con más fuerzas físicas- tomara el timón de la nave de la Iglesia y librara los combates que hoy está librando: gracias a Benedicto XVI, hoy tenemos a Francisco; sin la humillación de Benedicto XVI, hoy no habría Francisco. Y más importante aún: sin la vida de oración y meditación de Benedicto XVI, hoy Francisco no podría hacer lo que está haciendo. Detrás del esfuerzo descomunal de Francisco por mostrar al mundo la belleza del mensaje de Jesús y de su amor, está la oración silenciosa e invisible de Benedicto XVI. Francisco hoy habla al mundo con su verba florida, piadosa y evangélica que acerca a cada uno de los oyentes a Jesucristo. Y Benedicto también habla hoy al mundo con su silencio orante.
Esta etapa final de la vida terrenal de Benedicto es el broche más hermoso que alcanza la vida de quien como sacerdote es un verdadero “alter Christus”, un eximio profesor y docente, un pastor cariñoso como pocos y un cabal maestro y doctor de la Fe cristiana.
Hoy los cristianos damos gracias a Dios no sólo porque nos ha dado un “obispo de Roma”, digno hijo de san Ignacio de Loyola y amante de Cristo y de su Iglesia como él, sino también porque nos ha regalado un Santo Padre que nos ha mostrado que como sucesor de Pedro ha sido y sigue siendo cabeza de la Iglesia y piedra fundamental de ella. Como bien muestra el evangelio según san Mateo, Cristo ha hecho de Pedro la piedra sobre la cual ha edificado su Iglesia a lo largo de los siglos y la cabeza visible de su Cuerpo. Desde hace un año, Benedicto XVI ha dignificado plenamente su ministerium petrinum como base fundamental del edificio de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, piedra que no se ve pero que sostiene el edificio entero.
Como sostiene el Salmo que citamos, en su silencio orante e invisible Benedicto XVI es el hombre justo que florece como palmera, trasplantado en la Casa de Dios (donde san Pedro dio testimonio de su ministerio) y dando frutos, manteniéndose fresco, sereno, fructífero y alegre en su vejez, para mostrarnos inequívocamente que Cristo el Señor es la Roca que nos sostiene y fortalece per saecula saeculorum.
Gracias Benedicto XVI, por tu ejemplo sacerdotal sin igual, y gracias Francisco, por pastorear la grey del Señor aprovechando la sabiduría humilde y la humildad sabia de Benedicto XVI, un hombre que supo ser humilde en su grandeza y que ahora sabe ser grande en su humildad.

Francisco-Benedicto Francisco-Benedicto5

Cardenal Joseph Ratzinger, «Prefacio» al libro de M. Schooyans, Nuovo disordine mondiale. La grande trappola per ridurre il numero dei commensali alla tavola dell’umanità, (Ed. San Paolo, 2000)

Desde los comienzos del Iluminismo, la fe en el progreso siempre ha apartado la escatología cristiana, para de hecho sustituirla completamente. La promesa de felicidad ya no está vinculada al más allá, sino a este mundo. Un emblema de la tendencia del hombre moderno es la actitud de Albert Camus, quien a las palabras de Cristo «mi reino no es de este mundo» opone resueltamente la afirmación «mi reino es de este mundo».
Ratzinger exponiendoEn el siglo XIX, la fe en el progreso era todavía un optimismo generalizado que esperaba de la marcha triunfal de las ciencias un mejoramiento progresivo de la condición del mundo y la aproximación, cada vez más apremiante, a una especie de paraíso. En el siglo XX esta misma fe ha asumido una connotación política. Por una parte, han existido los sistemas de orientación marxista que prometían al hombre alcanzar el reino deseado a través de la política propuesta por sus ideologías: una intención que ha fracasado de manera clamorosa. Por otra parte, hay tentativas de construir el futuro que se inspiran, en forma más o menos profunda, en las fuentes de las tradiciones liberales.
Estas tentativas están asumiendo una configuración cada vez más definida, la cual está presente bajo el nombre de Nuevo orden mundial, y encuentran expresión cada vez más evidente en la ONU y en sus Conferencias internacionales, en particular en las del Cairo y de Beijing (Pekín), que en sus propuestas de caminos para arribar a condiciones de una vida distinta traslucen una auténtica y propia filosofía del hombre nuevo y del mundo nuevo. Una filosofía de este tipo no tiene ya la carga utópica que caracterizaba al sueño marxista. Por el contrario, ella es muy realista en cuanto fija los límites del bienestar, solicitado a partir de los límites de los medios disponibles para alcanzarlo, y recomienda, por ejemplo, sin por esto buscar justificarse, no preocuparse del cuidado de aquéllos que ya no son productivos o que no pueden esperar más una determinada calidad de vida. Además, esta filosofía ya no espera que los hombres, habituados ahora a la riqueza y al bienestar, estén dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para alcanzar un bienestar general, sino que propone las estrategias para reducir el número de los comensales a la mesa de la humanidad, para que no se resquebraje la felicidad pretendida que algunos han alcanzado.
La peculiaridad de esta nueva antropología, que debería constituir la base del Nuevo orden mundial, se torna evidente sobre todo en la imagen de la mujer, en la ideología del «empoderamiento de las mujeres», nacida en la Conferencia de Beijin (Pekín). El fin de esta ideología es la autorrealización de la mujer, pero los principales obstáculos que se interponen entre ella y su autorrealización son la familia y la maternidad. Es por eso que la mujer debe ser liberada, en forma particular, de aquello que la caracteriza, es decir, de su especificidad femenina. Ésta última está llamada a anularse frente a una «equidad e igualdad de género», frente a un ser humano indistinto y uniforme, en cuya vida la sexualidad no tiene otro sentido que el de una droga voluptuosa de la que se puede hacer uso sin ningún criterio.
En el temor a la maternidad que se apodera de gran parte de nuestros contemporáneos entra segura-mente en juego también algo todavía más profundo: el otro es siempre, a fin de cuentas, un adversario que nos priva de una parte de la vida, una amenaza para nuestro yo y para nuestro libre desarrollo. Al día de hoy, ya no existe una «filosofía del amor», sino solamente una «filosofía del egoísmo».
El hecho que cada uno de nosotros pueda enriquecerse simplemente mediante el don de sí mismo, que pueda encontrarse justamente a partir del otro y a través de ser para el otro, todo esto es rechazado como una ilusión idealista. Es justamente en esto que el hombre se engaña. En efecto, en el momento en que se le aconseja de mala manera que no ame, en última instancia se le aconseja de mala manera que deje de ser hombre. Por eso, en este punto del desarrollo de la nueva imagen de un mundo nuevo, el cristiano -no sólo él, pero sobre todo él antes que los demás- está obligado a protestar.

Es necesario agradecer a Michel Schooyans el hecho de haber dado enérgicamente voz, en este libro, a la protesta necesaria. Él nos muestra cómo la concepción de los derechos humanos que caracteriza a la época moderna, y que es tan importante y tan positiva bajo numerosos aspectos, experimenta desde su nacimiento el hecho de estar fundada únicamente sobre el hombre y, en consecuencia, sobre su capacidad y voluntad de hacer que estos derechos sean universalmente reconocidos.
Al comienzo, el reflejo de la luminosa imagen cristiana del hombre ha protegido la universalidad de los derechos, pero a medida que esta imagen disminuye nacen nuevos interrogantes. ¿Cómo se pueden respe-tar y promover los derechos de los más pobres, cuando nuestro concepto del hombre se fundamenta mu-chas veces -como dice el autor- «sobre los celos, la angustia, el miedo e inclusive el odio? ¿Cómo una ideología lúgubre, que recomienda la esterilización, el aborto, la contracepción sistemática e inclusive la eutanasia como precio de un pansensualismo desenfrenado, puede restituir a los hombres la alegría de vivir y la alegría de amar?» (Cap. VI).
Es en este punto que debe emerger claramente lo que el cristiano puede ofrecer como positivo en la lucha para la historia futura. En efecto, no es suficiente que él oponga la escatología a la ideología que está a la base de las construcciones «postmodernas» del porvenir. Es obvio que también debe hacer esto, y debe hacerlo en forma decidida. En este aspecto, en las últimas décadas la voz de los cristianos seguramente se ha debilitado demasiado y se ha vuelto demasiado tímida. Ahora bien, en su vida terrenal el hombre es «una hoja al viento» que permanece carente de significado si desvía la mirada de la vida eterna.
Lo mismo vale para la historia en su conjunto. En este sentido, la llamada a la vida eterna, si se hace en forma correcta, no se presenta nunca como una fuga, sino que simplemente otorga a la existencia terre-nal su responsabilidad, su grandeza y su dignidad. Sin embargo, se deben articular estas repercusiones so-bre el «significado de la vida terrenal». Es claro que la historia jamás debe reducirse simplemente al silen-cio: no es posible ni está permitido reducir la libertad al silencio. Ésta es la ilusión de las utopías. Tampoco se puede imponer al mañana modelos de hoy, los que mañana serán los modelos de ayer. Sin embargo, es necesario poner las bases de un camino hacia el futuro, de una superación común de los nuevos desafíos planteados por la historia.
En la segunda y tercera parte de su libro, Michel Schooyans hace justamente esto: en contraste con la nueva antropología, propone ante todo los rasgos fundamentales de la imagen cristiana del hombre, para aplicarlos después en forma concreta a los grandes problemas del futuro orden mundial (en particular en los capítulos X-XII). De este modo configura un contenido concreto, políticamente realista y realizable, con la idea -tan frecuentemente expresada por el Papa- de una «civilización del amor». Por eso, el libro de Michel Schooyans afronta con vigor los grandes desafíos del actual momento histórico con vivacidad y gran competencia.
Es de esperar que lo lean muchas personas de diversas orientaciones, que suscite una vivaz discu-sión, para contribuir de este modo a preparar el futuro, sobre la base de modelos respetables de la dignidad humana y capaces de asegurar también la dignidad de aquéllos que no están en condiciones de defenderse por sí mismos.

Roma, 25 de abril de 1997
+ Joseph cardenal Ratzinger

Traducción de: José Arturo Quarracino

Joseph Ratzinger, “Liturgia y responsabilidad por el mundo”

El tema de esta conferencia -«liturgia y responsabilidad por el mundo»- parece a primera vista contradictorio. La liturgia es para nosotros algo privado, la política es una realidad pública. Nos parece que la liturgia es algo situado más allá de la realidad concreta, mientras que la política es la fuerza que plasma la realidad. Tales concepciones, que en realidad están bastante difundidas en la conciencia contemporánea, ante todo nos engañan radicalmente respecto a la esencia de la liturgia, pero justamente por esto un error tal perjudica también al pensamiento y a la acción política. Por eso querría en esta conferencia aclarar ante todo el concepto de culto, de liturgia, para a partir de aquí poder indicar perspectivas e indicaciones también para la tarea del político.
Ratzinger celebrando-3¿Qué es precisamente la liturgia? ¿Qué sucede en ella? ¿Con cuál género de realidad nos encontramos aquí? En los años veinte avanzó el proyecto de entender la liturgia como «juego». Lo que permitía aseverar tal semejanza era ante todo que la liturgia, al igual que el juego, tiene sus reglas, organiza su propio mundo, el cual tiene valor cuando se entra en él, y que después naturalmente también nuevamente se disuelve, cuando el «juego» concluye. Otro punto de semejanza era que el juego tiene efectivamente un sentido, pero al mismo tiempo es sin un fin determinado y justamente así poseería en sí algo de sanador, también de liberador, porque nos llevaría fuera del mundo de las preocupaciones cotidianas y de sus obligaciones, introduciéndonos en el ámbito de lo gratuito, y nos liberaría entonces por algunos instantes de todo el peso del mundo de nuestro trabajo. El juego sería, por así decir, otro mundo, un oasis de libertad, en el cual por un momento podríamos dejar fluir libremente la existencia. Para nosotros sería necesario tales momentos de libertad de la opresión de lo cotidiano, para poder soportar su peso. En todo esto hay algo cierto, pero una explicación tal no puede ser suficiente, ya que en el fondo no es importante a qué cosa estamos jugando. Todo lo dicho se puede afirmar de cada juego en particular, donde la exigencia de reglas adquiere muy rápi-damente un peso relevante y también conduce a nuevas pretensiones finales, como se puede ver en el mundo hodierno del deporte, en los campeonatos de ajedrez o en cualquier otro juego: en cualquiera de los ejemplos mencionados se ve que el juego enseguida pasa a ser desde un mundo alternativo totalmente diferente o de un no-mundo hacia una parte del mundo con sus leyes, si no quiere disolverse en un pasatiempo vacío e insensato.
Todavía es necesario mencionar un aspecto de esta teoría del juego, que nos aproxima más respecto a la naturaleza particular de la liturgia. El juego de los niños aparece bajo muchos aspectos como una especie de anticipación de la vida, como una introducción a la vida posterior, sin llevar en sí su peso y su seriedad. Así, la liturgia podría reclamar la atención en el hecho que delante de la verdadera vida, en la que queremos entrar, en realidad permanecemos o en todo caso deberíamos permanecer todos niños. La liturgia sería entonces una forma totalmente diferente de anticipación, de pre-ejercitación: anticipo de la futura vida eterna, de la cual San Agustín dice que, a diferencia de la vida actual, no está tanto entretejida de necesidades sino más bien está totalmente configurada por la libertad del don. En consecuencia, la liturgia sería el despertar de la verdadera condición de infancia espiritual en nosotros, de la apertura a la grandeza que todavía nos aguarda y que con la vida de los adultos en realidad todavía no está completa. Ella sería una forma estructurada de la esperanza, que ya pregusta ahora la vida futura, real, nos introduce en la vida recta -la de la libertad, la de la inmediatez de Dios y de la total apertura recíproca. Así ella imprimiría también en la vida aparentemente real de cada día los signos anticipatorios de la libertad, rompería las cadenas y haría brillar el cielo sobre la tierra.
Una tal variante de la teoría del juego aleja en forma sustancial la liturgia del juego en general (en el que por lo demás siempre vive la nostalgia del verdadero «juego»), aleja de la total alteridad de un mundo en el que se fundan el orden y la libertad. Frente a lo que es llamativo y de todos modos ligado a un fin preciso o al vacío del juego normal, hace emerger la particularidad y la alteridad del «juego» de la Sabiduría, de la que habla la Biblia y que se puede poner luego en conexión con la liturgia. Pero falta todavía un elemento de contenido en este esquema, desde el momento que el concepto de vida futura hasta ahora ha emergido solamente como un vago postulado, y la mirada a Dios, sin la cual la «vita futura» sería solo un desierto que hasta ahora ha permanecido totalmente indeterminado. Por eso querría proponer una nueva aproximación, esta vez a partir del carácter concreto de los textos bíblicos.
En los relatos sobre los antecedentes de la salida de Israel del país de Egipto, así como sobre su desenvolvimiento mismo emergen dos diferentes finalidades para el Éxodo. Una, la que todos percibimos, es la de alcanzar la tierra prometida, en la que finalmente Israel podrá vivir sobre una tierra propia, dentro de límites seguros, como pueblo con su propia libertad e independencia. Pero al lado de esto se indica en forma repetida otra finalidad. El mandato originario de Dios al Faraón suena: «¡Deja partir a mi pueblo, para que me den culto en el desierto!» (Ex 7, 16). Esta frase «Deja partir a mi pueblo, para que me den culto en el desierto» aparece repetida cuatros veces, con mínimas variantes, en todos los encuentros entre el Faraón y Moisés y Aarón (Ex 7, 26; 9, 1; 9, 13; 10, 3). En el curso de las negociacioness con el Faraón la finalidad se explicita ulteriormente. El Faraón se muestra dispuesto al compromiso. En la discusión está en cuestión para él la libertad de culto de los israelitas, la que él inicialmente concede en la forma siguiente: «Id y ofreced sacrificios a vuestro Dios en este país» (Ex 8, 21). Pero Moisés insiste sobre el hecho que, según el mandato de Dios, para el culto es necesario salir del país. Su lugar es el desierto: «Iremos tres jornadas de camino por el desierto, y allí ofreceremos sacrificios a Yahveh, nuestro Dios, según Él nos ordena» (Ex 8, 23). Luego de sucesivos pedidos el Faraón amplia su propuesta de compromiso. Permite entonces que el culto se cumpla según la voluntad de la divinidad, es decir, en el desierto, pero quiere dejar partir solamente a los hombres, mientras las mujeres y los niños, así como el ganado, deben permanecer en casa, en Egipto. Presupone una praxis corriente del culto, según la cual sólo los hombres eran sujetos activos del mismo. Pero Moisés no puede tratar sobre la forma del culto con el monarca extranjero, poner al culto bajo la forma del compromiso político: la forma del culto no es un problema de lo que es políticamente posible sino que porta su propio criterio, es decir, sólo puede ser estructurada a partir del criterio de la Revelación, a partir de Dios. Por eso es rechazada también la tercera y muy indulgente propuesta de compromiso del soberano, quien concede que también mujeres y niños puedan ir. «Que se queden solamente vuestras ovejas y vuestra vacada» (10, 24). A lo que Moisés rebate que todo el ganado debe ser llevado: «también nuestro ganado ha de venir con nosotros. No quedará ni una pezuña; porque de ellos hemos de tomar para dar culto a Yahveh, nuestro Dios. Y no hemos todavía qué hemos que ofrecer a Yahveh hasta que lleguemos allá» (10, 26). En toda esta negociación no se habla de la tierra prometida: como única finalidad del Exodo aparece el culto, que puede cumplirse solamente según la disposición divina, por lo tanto sustraído de las reglas del juego del compromiso político.
Israel sale del país, no para ser un pueblo como todos los otros sino para servir a Dios. La meta del éxodo es la montaña de Dios todavía desconocida, es el servicio de Dios. Ahora se podría objetar que mención exclusiva del culto en las negociaciones con el Faraón habría sido una elección de naturaleza táctica. La finalidad real y en definitiva única del éxodo no habría sido el culto sino la tierra, la que en realidad constituía el contenido específico de la promesa a Abraham. No creo que así se haga justicia al verdadero significado de estos textos. En el fondo la contraposición de tierra y culto no tiene sentido, ya que la tierra es dada para que sea un lugar de culto del verdadero Dios. La simple posesión de la tierra, la simple autonomía nacional habría rebajado a Israel al nivel de los otros pueblos. Esta finalidad desconocería la particularidad de la elección, por cuanto toda la historia de los libros de los Jueces y de los Reyes, retomada y nuevamente interpretada en los libros de las Crónicas, muestra justamente que la tierra como tal y tomada en sí misma es todavía un bien indeterminado, que se convierte en el verdadero bien, en el don real de la promesa consumada solamente cuando allí domina Dios, cuando la tierra no existe de alguna manera como un Estado autónomo, sino sólo cuando ella es el espacio de la obediencia en el que se cumple la voluntad de Dios, de tal modo que nace así la forma justa de la existencia humana. Pero la mirada al texto bíblico nos permite también una determinación más precisa de las relaciones entre los dos fines del éxodo. En realidad, el Israel que peregrina no descubre después de tres días (como estaba anunciado en el coloquio con el Faraón) qué género de ofrenda quiere Dios, sino más bien después de tres meses, «después de la salida de Egipto, ese mismo día los hijos de Israel llegaron al desierto del Sinaí…» (Ex 19, 1). Al tercer día se verifica el descenso de Dios sobre la cima de la montaña (19, 16.20). Ahora Dios habla al pueblo con las diez palabras santas (20, 1-17), les comunica Su voluntad y por medio de Moisés concluye la alianza (Ex 24), que se concretiza en una forma de culto minuciosamente regulada. Así es llevada a cabo la meta de la peregrinación en el desierto, comunicada al Faraón: Israel aprende a adorar a Dios en el modo querido por Él mismo. A esta adoración pertenece el culto, la liturgia en su sentido específico, pero a ella pertenece también la vida según la voluntad de Dios, la que es un aspecto irrenunciable de la adoración. «La gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es ver a Dios», dice San Ireneo (Adv. haer. IV 20, 7), y expresa exactamente con esto qué es lo que es en esencia el encuentro delante de la montaña del desierto. En último término, la verdadera adoración a Dios es la vida del hombre mismo, del hombre que vive rectamente, pero la vida se convierte en verdadera vida solamente si recibe su forma de la mirada que se orienta hacia Dios. El culto existe precisamente para esto, para permitir esta mirada y así hacer posible una vida que se convierta en gloria de Dios.
Tres aspectos son importantes para nuestro problema. En el Sinaí, el pueblo no recibe sólo indicaciones para el culto, sino un ordenamiento general jurídico y moral, solamente así se constituye como pueblo. Un pueblo no puede vivir sin un ordenamiento jurídico comunitario, porque sino se disolvería en la anarquía, es decir, en una parodia de la libertad: su abolición significaría la carencia del derecho de cada uno, la carencia de su libertad. En el ordenamiento de la alianza en el Sinaí -éste es el segundo aspecto- los tres elementos culto-derecho-ethos están indisolublemente anudados entre ellos. Esta es su grandeza, pero también su límite, como se verá en el pasaje de Israel a la Iglesia de los gentiles. Para este pasaje era esencial que ahora el triple nudo fuese desatado, que culto y ethos permanecieran estrechamente unidos entre ellos, mientras se daba lugar a un pluralismo de organizaciones jurídicas y de ordenamientos políticos. Esta fue la condición intrínseca para el universalismo cristiano: la adoración del único Dios no está ligada solamente a una nación y a sus ordenamientos, sino que pertenece a todos los pueblos, a todas las culturas, a todos los tiempos. Ella misma no crea un sistema jurídico, sino que confía esta tarea a la razón humana, aunque le indica los criterios fundamentales. Que esta rotura del triple nudo originario, a continuación del mensaje de Jesús, haya sido un proceso dramático que desconcertó profundamente sobre todo a los judíos fieles, tiene que ser comprendido sin rodeos. En la lucha de San Pablo por la libertad frente a la Ley se trataba precisa-mente de este proceso de liberación, de la libertad respecto al ordenamiento jurídico, sin la cual el cristianismo habría permanecido como una secta judaica.
Para nosotros es importante que nos encontremos aquí con el problema de qué es lo que puede significar la laicidad del Estado y qué es lo que no significa. Significa que el ordenamiento político y jurídico es distinto del religioso y cultual; que el legislador y el político tienen por cierto una responsabilidad autónoma, ya que su tarea pertenece al orden de la razón y no al de la Revelación, y que su competencia está claramente separada de la del sacerdote y de la jerarquía, es decir, cada parte debe respetar la libertad y la responsabilidad propia de la otra. Esta esencia rectamente entendida de la laicidad está contenida en sustancia en la lucha paulina por la libertad frente a la Ley. Pero aquí hay también un malentendido de la laicidad, contra el cual el cristiano debe defenderse, justamente por amor al hombre y a la razón. En efecto, la separación de las esferas no puede significar total carencia de vínculos. En la corriente cultural que tiene origen en la Revolución Francesa -contrariamente a las tradiciones anglosajonas diversamente caracterizadas- la laicidad ha sido identificada siempre más con la secularización total del derecho, en la que la mirada hacia Dios es excluida totalmente de la configuración del derecho. Exigir esto se ha convertido hoy día en cosa obvia en nuestra sociedad, y los efectos los vemos siempre más claramente en el creciente vaciamiento moral del Derecho y en la degradación interior que ello trajo aparejado. Reconocer la legitimidad, incluso la necesidad de la separación de las esferas, no puede hacer olvidar que existe de hecho un vínculo interior y esencial entre los tres órdenes, porque el Derecho que no tiene una fundamentación moral se convierte en injusticia, Moral y Derecho que no derivan de la mirada orientada a Dios degradan al hombre, porque lo privan de su criterio más alto y de su más alta posibilidad, le impiden mirar al infinito y a lo eterno. Con esta aparente liberación él es sometido a la dictadura de las mayorías dominantes, a los criterios humanos casuales, que por último terminan por hacerle violencia. Llegamos así a una tercera constatación, que nos conduce nuevamente a nuestro punto de partida, a la cuestión de la esencia del culto y de la liturgia: un ordenamiento de las cosas humanas que no conoce a Dios empequeñece al hombre. Por eso últimamente también Culto y Derecho no se separan totalmente uno del otro, ya que Dios tiene derecho a la respuesta del hombre, tiene derecho sobre el hombre mismo, y donde este derecho de Dios desaparece totalmente se diluye también el ordenamiento jurídico humano, porque le falta la piedra angular que sostiene al todo.
Ahora bien, ¿qué significa esto para nuestra cuestión de las metas del Exodo y para el problema de la esencia de la liturgia? Ahora aparece evidente que lo que acontece en el Sinaí, en la parada luego de la travesía por el desierto, es constitutivo del sentido de la conquista de la tierra. El Sinaí no es una parada intermedia, por así decir, una pausa para reposar en el camino sobre la ruta hacia la realidad, sino que en cierto modo esa parada hace donación de la tierra interior, sin la cual la tierra exterior sería inhabitable. Sólo por el hecho que por medio de la Alianza y del Derecho divino en ella contenido Israel es constituido como pueblo y ha recibido la forma común de la vida recta, la tierra puede convertirse para él verdaderamente en un don. El Sinaí se mantiene presente en la tierra santa, y en la medida en que su realidad se pierde también interiormente la tierra se pierde, hasta la cautividad en el exilio. Siempre que Israel se aleja de la verdadera adoración a Dios y se vuelve hacia los ídolos -poderes y valores intramundanos- también la libertad desaparece: puede estar viviendo en su propia tierra y sin embargo vivir como lo hacía en Egipto. La simple posesión de una tierra propia y de un Estado propio no garantiza la libertad, puede convertirse en una esclavitud pesada. Pero si la pérdida del Derecho llega a ser total, también es definitiva la pérdida de la tierra. En cuanto al «servicio de Dios», la libertad de la recta adoración de Dios, que frente al Faraón apa-rece como la única meta del éxodo, en realidad es justamente la sustancia de lo que está en el cuestión en el éxodo y que se puede ver en todo el Pentateuco. Este verdadero «canon en el canon», el corazón de la Biblia de Israel, se desarrolla como un todo incluso fuera de la tierra santa, y culmina en los márgenes del desierto, «al otro lado del Jordán», donde Moisés repite una vez más, resumiéndolo, el mensaje del Sinaí. Así se torna visible cuál es el fundamento de toda existencia en la tierra, la condición para poder vivir en comunidad y en libertad: el permanecer en el Derecho de Dios, que ordena rectamente las cosas humanas, en cuanto las conforma a partir de Dios y las orienta hacia Él.
Lo dicho hasta ahora vale ante todo e inmediatamente para Israel y para su misión en la historia, pero su contenido más profundo es válido para todo pueblo. Un pueblo sin Derecho cae en la anarquía y se autodisuelve. El Derecho no se contrapone a la libertad, sino que es la condición de ésta. A su vez, el Derecho que funda verdaderamente una comunidad digna del hombre no puede ser derivado de la simple oportunidad, ya que presupone una responsabilidad moral como así también una correcta comprensión del hombre y de su dignidad. Pero no puede comprender al hombre que abandona a Dios, ya que en ese caso es sustraído al hombre el fundamento de su dignidad. Para todo pueblo, la pérdida del Derecho es autodestrucción. Pero la raíz esencial del Derecho se pierde allí donde Dios es dejado de lado. El Estado no puede y no debe imponer él mismo una religión, esto no sería conciliable con el viraje cristiano considerado anteriormente. Pero tampoco puede hacer de la ausencia de Dios la norma de su actuar. El mismo no es portador de la verdad sobre Dios, muy por el contrario, donde afirma esto miente y esclaviza al hombre, sea que prescriba como ley del Estado una religión determinada, sea que asuma como su teoría del Derecho la ausencia de Dios. El Estado no es absoluto, lo es esencialmente conectado con su laicidad, donde ésta es correctamente entendida. Es, por así decir, un sistema abierto, que tiene necesidad de una fuente del Dere-cho proveniente fuera de sí mismo, porque su finalidad no puede hallarse en una libertad privada de contenidos. Para fundar una convivencia ordenada entre los hombres, que tenga sentido y sea posible de vivir, necesita de un mínimo de verdad y de conocimiento del bien, pero atención, esta convivencia no debe ser manipulable. De otro modo descenderá, como afirma San Agustín, al nivel de una eficiente asociación para delinquir, porque llegaría a ser definido como tal en una perspectiva exclusivamente instrumental y no sobre la base de la justicia que significa el Bien en sentido realmente universal y que es igual para todos. En consecuencia, el Estado tiene que disponerse a acoger desde fuera de sí y apropiarse el patrimonio de conocimiento y de verdad en torno al Bien del que no puede prescindir.

Volvamos una vez más a la cuestión de la esencia del culto. Es ya evidente que el culto, comprendido en su verdadera amplitud y profundidad, va más allá de la acción litúrgica, ya que abraza en definitiva el ordenamiento de toda la vida humana, en el sentido de la frase de Ireneo: el hombre deviene gloria para Dios, por así decir lo saca a la luz, (y esto es el culto) cuando el hombre vive de la mirada orientada hacia Él. Viceversa, es verdad que Derecho y ethos no tienen continuidad, si no están anclados en el corazón de la liturgia y no son inspirados por ella. ¿Qué tipo de realidad encontramos entonces en la liturgia? Ahora podríamos decir como primera cosa que quien deja de lado a Dios en el concepto de realidad, sólo en apariencia es un realista, ya que abstrae a Aquél en quien «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Significa entonces que la relación auténtica con Dios es lo único que permite que pueden estar en orden todas las otras relaciones del hombre: las relaciones de los hombres entre sí y el vínculo con las otras creaturas. Ya hemos visto que el Derecho es constitutivo de la libertad y de la comunidad; por su parte, la adoración -es decir, la vinculación justa con Dios- es constitutiva para el Derecho. Podríamos ahora ampliar todavía esta observación con un paso ulterior: la adoración, la forma justa del culto, de las relaciones con Dios, es constitutiva para la recta existencia humana en el mundo, lo es justamente por el hecho que va más allá de la vida cotidiana, mientras nos hace participar en la forma de existencia en el «cielo», en el mundo de Dios, y así hace caer la luz del mundo divino en nuestro mundo. En este sentido, el culto tiene de hecho -como decíamos en el análisis del «juego»- el carácter de una anticipación, por cuanto anticipa una vida más definitiva y justamente por ello da a la vida presente su norte. Una vida en la que faltase esta anticipación, en la que el cielo no fuese jamás entreabierto, se tornaría sombría y vacía. Es por eso que no existen sociedades totalmente sin culto. Precisamente también los sistemas decididamente ateos y materialistas han creado nuevas formas de culto, que naturalmente sólo pueden constituir una realidad ilusoria, y buscan en vano esconder su nada por medio de la ostentación ampulosa.
Sin desarrollarlo, hemos afirmado el principio que al Estado y a la política le deben venir desde fuera de ellos mismos el criterio indispensable de conocimiento sobre la verdad y sobre el bien, en consecuencia, sobre el conocimiento de Dios. ¿Pero dónde está este «más allá»? Platón ha pensado que es absolutamente obvio buscar este «más allá» escuchando las tradiciones religiosas, que prueban su legitimidad como respuesta a la pregunta originaria del hombre, sobre todo con su grandeza interior y su lógica. Hoy el hombre político no debe quejarse que haya alguna invasión de competencia, si en la búsqueda de valores que deben guiarlo en su actuar se pone a escuchar la Tradición y deja que ella le ofrezca indicaciones. Esto es algo diverso de la fe consumada en el interior de la Iglesia, en aquello que se presenta como doctrina revelada. No es una transferencia inadmisible de un acto de fe en el campo de la razón política, sino aceptación de la razonabilidad y de la humanidad de la fe, que se demuestra a sí misma como verdaderamente adecuada al hombre y a la creación. Quien en su pensamiento y en su acción asume el mensaje cristiano como punto de orientación para el criterio irrenunciable de lo humano, no somete a los demás a una religión que no es la suya sino que ofrece el fruto de su conocimiento moral a la vida de la comunidad del Estado y satisface justamente así también un deber político.
Para concluir permítanme una vez más retornar a las consideraciones bíblicas, las que constituyen la parte principal de mi conferencia. Para Israel se trataba, en el camino a través del desierto, de encontrar esa forma de adoración de Dios y, en consecuencia, de ese ordenamiento jurídico y moral, sin el cual el don de la tierra no tenía ningún sentido. Desde este punto de vista, como hemos visto, el encuentro con Dios en el Sinaí era previo y concluyente para el ingreso en la tierra. Pero la tierra pertenecía para siempre al conjunto de la estructura de la promesa que había sido hecha a Israel. Esta pertenencia de la promesa de la tierra al conjunto de la religión está lógicamente conectada al entramado de las tres esferas culto-ethos-derecho de las que hemos hablado. Hemos visto posteriormente que el viraje neotestamentario comporta la separación de la esfera del derecho de esta estructura y confía el ordenamiento jurídico a la responsabilidad racional de cada pueblo particular, sin expulsarla al ámbito totalmente profano. Pero la separación de la esfera del Derecho de las otras dos implica necesariamente también un cambio fundamental en la promesa de la tierra. En efecto, ahora no se trata más de una tierra para un pueblo, puesto que la fe cristiana se dirige a todos los pueblos en sus respectivos territorios. Al igual que la cuestión del Derecho, también la cuestión de la tierra deja de de ser una cuestión teológica y pasa a ser a una cuestión histórico-política.
En consecuencia, la promesa de la tierra no desaparece totalmente de la esperanza que la fe ofrece, solamente recibe, como ya se ha dicho, una forma totalmente nueva. ¿Cómo se manifiesta esta forma? La encontramos, por ejemplo, en la epístola a los Filipenses de san Pablo, en la frase: «somos ciudadanos del cielo» (Fil 3, 20). El Nuevo Testamento ha sostenido con gran firmeza esta convicción. Para los escritores neotestamentarios la ciudad que está en los cielos no es una entidad solamente ideal, sino que es absolutamente real: la nueva patria a la cual estamos destinados. Esta ciudad del cielo es la medida interior y la base sobre la cual vivimos, la esperanza que nos sostiene en el presente. Los escritores neotestamentarios saben que esta ciudad existe ya desde ahora, y que nosotros pertenecemos ya a ella, aunque todavía estamos en camino. La epístola a los Hebreos ha desarrollado este pensamiento con particular insistencia: «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13, 14). De la presencia de esta ciudad, que ya ahora hace sentir la propia influencia, la carta dice: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial» (Heb 12, 22). Es por eso que para los cristianos vale también cuanto fue dicho de los patriarcas de Israel: ellos son forasteros y están de paso, porque anhelan la patria futura (Heb 11, 13-16).
Hace mucho que ya no se citan más estos pasajes, porque parecen alejar al hombre de la tierra y distraerlo de sus deberes, incluso los políticos, en el tiempo y en la historia. «¡Hermanos, permaneced fieles a la tierra!» ha proclamado Nietzsche. Y el imponente fenómeno del marxismo, en todas sus corrientes, nos ha impreso bien en la mente la idea de que no tenemos que perder tiempo ocupándonos del cielo. Para decirlo en términos que recuerdan un lema brechtiano, dejemos entonces el cielo a los gorriones, y nosotros, por el contrario, ocupémonos de la tierra, para intentar hacerla habitable.
En verdad, justamente la actitud escatológica enseñada por el Nuevo Testamento es la que tutela al Estado en los derechos que son peculiares y al mismo tiempo combate cualquier absolutismo idolátrico, mostrando los límites mundanos tanto del Estado como de la Iglesia. Allí donde esta indicación fundamental es asumida, la Iglesia sabe que sobre la tierra ella no puede devenir por sí en Estado; allí ella es consciente que su patria definitiva está en otro lugar, y que no le está dado instituir sobre la tierra el «Estado de Dios». Ella respeta al Estado terrenal como ordenamiento característico de la esfera temporal, con sus derechos y sus leyes que ella reconoce. La Iglesia exige por eso una leal convivencia y colaboración con el Estado terrenal, también allí donde él no es en absoluto un Estado cristiano (Rm 13, 1; 1Pe 2, 13-17; 1Tm 2, 2). Exigiendo por una parte una leal colaboración con la patria terrenal y el respeto de su especificidad como de sus límites, ella educa también en aquellas virtudes que permiten prosperar a todo Estado. Al mismo tiempo, ella pone una barrera a la omnipotencia del Estado, ya que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Conoce, gracias a la Palabra de Dios, qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, y está obligada a oponerse allí donde se ordena lo que justamente es malo o es contrario a Dios. Estar destinado a la otra patria no aleja, en realidad es precisamente el presupuesto para que nosotros -y el Estado en el que vivimos- podamos prosperar, conservándonos existencialmente «sanos». Si, en efecto, los hombres no tienen que aguardar nada más que lo que este mundo les ofrece, y si todo esto no pueden o no deben reclamarlo sino al Estado, ellos se destruyen a sí mismos y además aniquilan cualquier espacio de convivencia.
Si no queremos caer de nuevo en manos del totalitarismo, debemos alzar la mirada y observar por encima del Estado, que es una parte y no la totalidad. La esperanza en los cielos no es enemiga de la fidelidad a la tierra, es esperanza también para la tierra. Confiando en aquello que es más grande y definitivo, nosotros los cristianos podemos y debemos infundir la esperanza también en lo que es provisorio, en la dimensión política y en la esfera de las instituciones.

Versión original italiana en “Avvenimenti” Not nº 78 (Dic’98)
[Traducción del original italiano por: José Arturo Quarracino]