El tema de esta conferencia -«liturgia y responsabilidad por el mundo»- parece a primera vista contradictorio. La liturgia es para nosotros algo privado, la política es una realidad pública. Nos parece que la liturgia es algo situado más allá de la realidad concreta, mientras que la política es la fuerza que plasma la realidad. Tales concepciones, que en realidad están bastante difundidas en la conciencia contemporánea, ante todo nos engañan radicalmente respecto a la esencia de la liturgia, pero justamente por esto un error tal perjudica también al pensamiento y a la acción política. Por eso querría en esta conferencia aclarar ante todo el concepto de culto, de liturgia, para a partir de aquí poder indicar perspectivas e indicaciones también para la tarea del político.
¿Qué es precisamente la liturgia? ¿Qué sucede en ella? ¿Con cuál género de realidad nos encontramos aquí? En los años veinte avanzó el proyecto de entender la liturgia como «juego». Lo que permitía aseverar tal semejanza era ante todo que la liturgia, al igual que el juego, tiene sus reglas, organiza su propio mundo, el cual tiene valor cuando se entra en él, y que después naturalmente también nuevamente se disuelve, cuando el «juego» concluye. Otro punto de semejanza era que el juego tiene efectivamente un sentido, pero al mismo tiempo es sin un fin determinado y justamente así poseería en sí algo de sanador, también de liberador, porque nos llevaría fuera del mundo de las preocupaciones cotidianas y de sus obligaciones, introduciéndonos en el ámbito de lo gratuito, y nos liberaría entonces por algunos instantes de todo el peso del mundo de nuestro trabajo. El juego sería, por así decir, otro mundo, un oasis de libertad, en el cual por un momento podríamos dejar fluir libremente la existencia. Para nosotros sería necesario tales momentos de libertad de la opresión de lo cotidiano, para poder soportar su peso. En todo esto hay algo cierto, pero una explicación tal no puede ser suficiente, ya que en el fondo no es importante a qué cosa estamos jugando. Todo lo dicho se puede afirmar de cada juego en particular, donde la exigencia de reglas adquiere muy rápi-damente un peso relevante y también conduce a nuevas pretensiones finales, como se puede ver en el mundo hodierno del deporte, en los campeonatos de ajedrez o en cualquier otro juego: en cualquiera de los ejemplos mencionados se ve que el juego enseguida pasa a ser desde un mundo alternativo totalmente diferente o de un no-mundo hacia una parte del mundo con sus leyes, si no quiere disolverse en un pasatiempo vacío e insensato.
Todavía es necesario mencionar un aspecto de esta teoría del juego, que nos aproxima más respecto a la naturaleza particular de la liturgia. El juego de los niños aparece bajo muchos aspectos como una especie de anticipación de la vida, como una introducción a la vida posterior, sin llevar en sí su peso y su seriedad. Así, la liturgia podría reclamar la atención en el hecho que delante de la verdadera vida, en la que queremos entrar, en realidad permanecemos o en todo caso deberíamos permanecer todos niños. La liturgia sería entonces una forma totalmente diferente de anticipación, de pre-ejercitación: anticipo de la futura vida eterna, de la cual San Agustín dice que, a diferencia de la vida actual, no está tanto entretejida de necesidades sino más bien está totalmente configurada por la libertad del don. En consecuencia, la liturgia sería el despertar de la verdadera condición de infancia espiritual en nosotros, de la apertura a la grandeza que todavía nos aguarda y que con la vida de los adultos en realidad todavía no está completa. Ella sería una forma estructurada de la esperanza, que ya pregusta ahora la vida futura, real, nos introduce en la vida recta -la de la libertad, la de la inmediatez de Dios y de la total apertura recíproca. Así ella imprimiría también en la vida aparentemente real de cada día los signos anticipatorios de la libertad, rompería las cadenas y haría brillar el cielo sobre la tierra.
Una tal variante de la teoría del juego aleja en forma sustancial la liturgia del juego en general (en el que por lo demás siempre vive la nostalgia del verdadero «juego»), aleja de la total alteridad de un mundo en el que se fundan el orden y la libertad. Frente a lo que es llamativo y de todos modos ligado a un fin preciso o al vacío del juego normal, hace emerger la particularidad y la alteridad del «juego» de la Sabiduría, de la que habla la Biblia y que se puede poner luego en conexión con la liturgia. Pero falta todavía un elemento de contenido en este esquema, desde el momento que el concepto de vida futura hasta ahora ha emergido solamente como un vago postulado, y la mirada a Dios, sin la cual la «vita futura» sería solo un desierto que hasta ahora ha permanecido totalmente indeterminado. Por eso querría proponer una nueva aproximación, esta vez a partir del carácter concreto de los textos bíblicos.
En los relatos sobre los antecedentes de la salida de Israel del país de Egipto, así como sobre su desenvolvimiento mismo emergen dos diferentes finalidades para el Éxodo. Una, la que todos percibimos, es la de alcanzar la tierra prometida, en la que finalmente Israel podrá vivir sobre una tierra propia, dentro de límites seguros, como pueblo con su propia libertad e independencia. Pero al lado de esto se indica en forma repetida otra finalidad. El mandato originario de Dios al Faraón suena: «¡Deja partir a mi pueblo, para que me den culto en el desierto!» (Ex 7, 16). Esta frase «Deja partir a mi pueblo, para que me den culto en el desierto» aparece repetida cuatros veces, con mínimas variantes, en todos los encuentros entre el Faraón y Moisés y Aarón (Ex 7, 26; 9, 1; 9, 13; 10, 3). En el curso de las negociacioness con el Faraón la finalidad se explicita ulteriormente. El Faraón se muestra dispuesto al compromiso. En la discusión está en cuestión para él la libertad de culto de los israelitas, la que él inicialmente concede en la forma siguiente: «Id y ofreced sacrificios a vuestro Dios en este país» (Ex 8, 21). Pero Moisés insiste sobre el hecho que, según el mandato de Dios, para el culto es necesario salir del país. Su lugar es el desierto: «Iremos tres jornadas de camino por el desierto, y allí ofreceremos sacrificios a Yahveh, nuestro Dios, según Él nos ordena» (Ex 8, 23). Luego de sucesivos pedidos el Faraón amplia su propuesta de compromiso. Permite entonces que el culto se cumpla según la voluntad de la divinidad, es decir, en el desierto, pero quiere dejar partir solamente a los hombres, mientras las mujeres y los niños, así como el ganado, deben permanecer en casa, en Egipto. Presupone una praxis corriente del culto, según la cual sólo los hombres eran sujetos activos del mismo. Pero Moisés no puede tratar sobre la forma del culto con el monarca extranjero, poner al culto bajo la forma del compromiso político: la forma del culto no es un problema de lo que es políticamente posible sino que porta su propio criterio, es decir, sólo puede ser estructurada a partir del criterio de la Revelación, a partir de Dios. Por eso es rechazada también la tercera y muy indulgente propuesta de compromiso del soberano, quien concede que también mujeres y niños puedan ir. «Que se queden solamente vuestras ovejas y vuestra vacada» (10, 24). A lo que Moisés rebate que todo el ganado debe ser llevado: «también nuestro ganado ha de venir con nosotros. No quedará ni una pezuña; porque de ellos hemos de tomar para dar culto a Yahveh, nuestro Dios. Y no hemos todavía qué hemos que ofrecer a Yahveh hasta que lleguemos allá» (10, 26). En toda esta negociación no se habla de la tierra prometida: como única finalidad del Exodo aparece el culto, que puede cumplirse solamente según la disposición divina, por lo tanto sustraído de las reglas del juego del compromiso político.
Israel sale del país, no para ser un pueblo como todos los otros sino para servir a Dios. La meta del éxodo es la montaña de Dios todavía desconocida, es el servicio de Dios. Ahora se podría objetar que mención exclusiva del culto en las negociaciones con el Faraón habría sido una elección de naturaleza táctica. La finalidad real y en definitiva única del éxodo no habría sido el culto sino la tierra, la que en realidad constituía el contenido específico de la promesa a Abraham. No creo que así se haga justicia al verdadero significado de estos textos. En el fondo la contraposición de tierra y culto no tiene sentido, ya que la tierra es dada para que sea un lugar de culto del verdadero Dios. La simple posesión de la tierra, la simple autonomía nacional habría rebajado a Israel al nivel de los otros pueblos. Esta finalidad desconocería la particularidad de la elección, por cuanto toda la historia de los libros de los Jueces y de los Reyes, retomada y nuevamente interpretada en los libros de las Crónicas, muestra justamente que la tierra como tal y tomada en sí misma es todavía un bien indeterminado, que se convierte en el verdadero bien, en el don real de la promesa consumada solamente cuando allí domina Dios, cuando la tierra no existe de alguna manera como un Estado autónomo, sino sólo cuando ella es el espacio de la obediencia en el que se cumple la voluntad de Dios, de tal modo que nace así la forma justa de la existencia humana. Pero la mirada al texto bíblico nos permite también una determinación más precisa de las relaciones entre los dos fines del éxodo. En realidad, el Israel que peregrina no descubre después de tres días (como estaba anunciado en el coloquio con el Faraón) qué género de ofrenda quiere Dios, sino más bien después de tres meses, «después de la salida de Egipto, ese mismo día los hijos de Israel llegaron al desierto del Sinaí…» (Ex 19, 1). Al tercer día se verifica el descenso de Dios sobre la cima de la montaña (19, 16.20). Ahora Dios habla al pueblo con las diez palabras santas (20, 1-17), les comunica Su voluntad y por medio de Moisés concluye la alianza (Ex 24), que se concretiza en una forma de culto minuciosamente regulada. Así es llevada a cabo la meta de la peregrinación en el desierto, comunicada al Faraón: Israel aprende a adorar a Dios en el modo querido por Él mismo. A esta adoración pertenece el culto, la liturgia en su sentido específico, pero a ella pertenece también la vida según la voluntad de Dios, la que es un aspecto irrenunciable de la adoración. «La gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es ver a Dios», dice San Ireneo (Adv. haer. IV 20, 7), y expresa exactamente con esto qué es lo que es en esencia el encuentro delante de la montaña del desierto. En último término, la verdadera adoración a Dios es la vida del hombre mismo, del hombre que vive rectamente, pero la vida se convierte en verdadera vida solamente si recibe su forma de la mirada que se orienta hacia Dios. El culto existe precisamente para esto, para permitir esta mirada y así hacer posible una vida que se convierta en gloria de Dios.
Tres aspectos son importantes para nuestro problema. En el Sinaí, el pueblo no recibe sólo indicaciones para el culto, sino un ordenamiento general jurídico y moral, solamente así se constituye como pueblo. Un pueblo no puede vivir sin un ordenamiento jurídico comunitario, porque sino se disolvería en la anarquía, es decir, en una parodia de la libertad: su abolición significaría la carencia del derecho de cada uno, la carencia de su libertad. En el ordenamiento de la alianza en el Sinaí -éste es el segundo aspecto- los tres elementos culto-derecho-ethos están indisolublemente anudados entre ellos. Esta es su grandeza, pero también su límite, como se verá en el pasaje de Israel a la Iglesia de los gentiles. Para este pasaje era esencial que ahora el triple nudo fuese desatado, que culto y ethos permanecieran estrechamente unidos entre ellos, mientras se daba lugar a un pluralismo de organizaciones jurídicas y de ordenamientos políticos. Esta fue la condición intrínseca para el universalismo cristiano: la adoración del único Dios no está ligada solamente a una nación y a sus ordenamientos, sino que pertenece a todos los pueblos, a todas las culturas, a todos los tiempos. Ella misma no crea un sistema jurídico, sino que confía esta tarea a la razón humana, aunque le indica los criterios fundamentales. Que esta rotura del triple nudo originario, a continuación del mensaje de Jesús, haya sido un proceso dramático que desconcertó profundamente sobre todo a los judíos fieles, tiene que ser comprendido sin rodeos. En la lucha de San Pablo por la libertad frente a la Ley se trataba precisa-mente de este proceso de liberación, de la libertad respecto al ordenamiento jurídico, sin la cual el cristianismo habría permanecido como una secta judaica.
Para nosotros es importante que nos encontremos aquí con el problema de qué es lo que puede significar la laicidad del Estado y qué es lo que no significa. Significa que el ordenamiento político y jurídico es distinto del religioso y cultual; que el legislador y el político tienen por cierto una responsabilidad autónoma, ya que su tarea pertenece al orden de la razón y no al de la Revelación, y que su competencia está claramente separada de la del sacerdote y de la jerarquía, es decir, cada parte debe respetar la libertad y la responsabilidad propia de la otra. Esta esencia rectamente entendida de la laicidad está contenida en sustancia en la lucha paulina por la libertad frente a la Ley. Pero aquí hay también un malentendido de la laicidad, contra el cual el cristiano debe defenderse, justamente por amor al hombre y a la razón. En efecto, la separación de las esferas no puede significar total carencia de vínculos. En la corriente cultural que tiene origen en la Revolución Francesa -contrariamente a las tradiciones anglosajonas diversamente caracterizadas- la laicidad ha sido identificada siempre más con la secularización total del derecho, en la que la mirada hacia Dios es excluida totalmente de la configuración del derecho. Exigir esto se ha convertido hoy día en cosa obvia en nuestra sociedad, y los efectos los vemos siempre más claramente en el creciente vaciamiento moral del Derecho y en la degradación interior que ello trajo aparejado. Reconocer la legitimidad, incluso la necesidad de la separación de las esferas, no puede hacer olvidar que existe de hecho un vínculo interior y esencial entre los tres órdenes, porque el Derecho que no tiene una fundamentación moral se convierte en injusticia, Moral y Derecho que no derivan de la mirada orientada a Dios degradan al hombre, porque lo privan de su criterio más alto y de su más alta posibilidad, le impiden mirar al infinito y a lo eterno. Con esta aparente liberación él es sometido a la dictadura de las mayorías dominantes, a los criterios humanos casuales, que por último terminan por hacerle violencia. Llegamos así a una tercera constatación, que nos conduce nuevamente a nuestro punto de partida, a la cuestión de la esencia del culto y de la liturgia: un ordenamiento de las cosas humanas que no conoce a Dios empequeñece al hombre. Por eso últimamente también Culto y Derecho no se separan totalmente uno del otro, ya que Dios tiene derecho a la respuesta del hombre, tiene derecho sobre el hombre mismo, y donde este derecho de Dios desaparece totalmente se diluye también el ordenamiento jurídico humano, porque le falta la piedra angular que sostiene al todo.
Ahora bien, ¿qué significa esto para nuestra cuestión de las metas del Exodo y para el problema de la esencia de la liturgia? Ahora aparece evidente que lo que acontece en el Sinaí, en la parada luego de la travesía por el desierto, es constitutivo del sentido de la conquista de la tierra. El Sinaí no es una parada intermedia, por así decir, una pausa para reposar en el camino sobre la ruta hacia la realidad, sino que en cierto modo esa parada hace donación de la tierra interior, sin la cual la tierra exterior sería inhabitable. Sólo por el hecho que por medio de la Alianza y del Derecho divino en ella contenido Israel es constituido como pueblo y ha recibido la forma común de la vida recta, la tierra puede convertirse para él verdaderamente en un don. El Sinaí se mantiene presente en la tierra santa, y en la medida en que su realidad se pierde también interiormente la tierra se pierde, hasta la cautividad en el exilio. Siempre que Israel se aleja de la verdadera adoración a Dios y se vuelve hacia los ídolos -poderes y valores intramundanos- también la libertad desaparece: puede estar viviendo en su propia tierra y sin embargo vivir como lo hacía en Egipto. La simple posesión de una tierra propia y de un Estado propio no garantiza la libertad, puede convertirse en una esclavitud pesada. Pero si la pérdida del Derecho llega a ser total, también es definitiva la pérdida de la tierra. En cuanto al «servicio de Dios», la libertad de la recta adoración de Dios, que frente al Faraón apa-rece como la única meta del éxodo, en realidad es justamente la sustancia de lo que está en el cuestión en el éxodo y que se puede ver en todo el Pentateuco. Este verdadero «canon en el canon», el corazón de la Biblia de Israel, se desarrolla como un todo incluso fuera de la tierra santa, y culmina en los márgenes del desierto, «al otro lado del Jordán», donde Moisés repite una vez más, resumiéndolo, el mensaje del Sinaí. Así se torna visible cuál es el fundamento de toda existencia en la tierra, la condición para poder vivir en comunidad y en libertad: el permanecer en el Derecho de Dios, que ordena rectamente las cosas humanas, en cuanto las conforma a partir de Dios y las orienta hacia Él.
Lo dicho hasta ahora vale ante todo e inmediatamente para Israel y para su misión en la historia, pero su contenido más profundo es válido para todo pueblo. Un pueblo sin Derecho cae en la anarquía y se autodisuelve. El Derecho no se contrapone a la libertad, sino que es la condición de ésta. A su vez, el Derecho que funda verdaderamente una comunidad digna del hombre no puede ser derivado de la simple oportunidad, ya que presupone una responsabilidad moral como así también una correcta comprensión del hombre y de su dignidad. Pero no puede comprender al hombre que abandona a Dios, ya que en ese caso es sustraído al hombre el fundamento de su dignidad. Para todo pueblo, la pérdida del Derecho es autodestrucción. Pero la raíz esencial del Derecho se pierde allí donde Dios es dejado de lado. El Estado no puede y no debe imponer él mismo una religión, esto no sería conciliable con el viraje cristiano considerado anteriormente. Pero tampoco puede hacer de la ausencia de Dios la norma de su actuar. El mismo no es portador de la verdad sobre Dios, muy por el contrario, donde afirma esto miente y esclaviza al hombre, sea que prescriba como ley del Estado una religión determinada, sea que asuma como su teoría del Derecho la ausencia de Dios. El Estado no es absoluto, lo es esencialmente conectado con su laicidad, donde ésta es correctamente entendida. Es, por así decir, un sistema abierto, que tiene necesidad de una fuente del Dere-cho proveniente fuera de sí mismo, porque su finalidad no puede hallarse en una libertad privada de contenidos. Para fundar una convivencia ordenada entre los hombres, que tenga sentido y sea posible de vivir, necesita de un mínimo de verdad y de conocimiento del bien, pero atención, esta convivencia no debe ser manipulable. De otro modo descenderá, como afirma San Agustín, al nivel de una eficiente asociación para delinquir, porque llegaría a ser definido como tal en una perspectiva exclusivamente instrumental y no sobre la base de la justicia que significa el Bien en sentido realmente universal y que es igual para todos. En consecuencia, el Estado tiene que disponerse a acoger desde fuera de sí y apropiarse el patrimonio de conocimiento y de verdad en torno al Bien del que no puede prescindir.
Volvamos una vez más a la cuestión de la esencia del culto. Es ya evidente que el culto, comprendido en su verdadera amplitud y profundidad, va más allá de la acción litúrgica, ya que abraza en definitiva el ordenamiento de toda la vida humana, en el sentido de la frase de Ireneo: el hombre deviene gloria para Dios, por así decir lo saca a la luz, (y esto es el culto) cuando el hombre vive de la mirada orientada hacia Él. Viceversa, es verdad que Derecho y ethos no tienen continuidad, si no están anclados en el corazón de la liturgia y no son inspirados por ella. ¿Qué tipo de realidad encontramos entonces en la liturgia? Ahora podríamos decir como primera cosa que quien deja de lado a Dios en el concepto de realidad, sólo en apariencia es un realista, ya que abstrae a Aquél en quien «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Significa entonces que la relación auténtica con Dios es lo único que permite que pueden estar en orden todas las otras relaciones del hombre: las relaciones de los hombres entre sí y el vínculo con las otras creaturas. Ya hemos visto que el Derecho es constitutivo de la libertad y de la comunidad; por su parte, la adoración -es decir, la vinculación justa con Dios- es constitutiva para el Derecho. Podríamos ahora ampliar todavía esta observación con un paso ulterior: la adoración, la forma justa del culto, de las relaciones con Dios, es constitutiva para la recta existencia humana en el mundo, lo es justamente por el hecho que va más allá de la vida cotidiana, mientras nos hace participar en la forma de existencia en el «cielo», en el mundo de Dios, y así hace caer la luz del mundo divino en nuestro mundo. En este sentido, el culto tiene de hecho -como decíamos en el análisis del «juego»- el carácter de una anticipación, por cuanto anticipa una vida más definitiva y justamente por ello da a la vida presente su norte. Una vida en la que faltase esta anticipación, en la que el cielo no fuese jamás entreabierto, se tornaría sombría y vacía. Es por eso que no existen sociedades totalmente sin culto. Precisamente también los sistemas decididamente ateos y materialistas han creado nuevas formas de culto, que naturalmente sólo pueden constituir una realidad ilusoria, y buscan en vano esconder su nada por medio de la ostentación ampulosa.
Sin desarrollarlo, hemos afirmado el principio que al Estado y a la política le deben venir desde fuera de ellos mismos el criterio indispensable de conocimiento sobre la verdad y sobre el bien, en consecuencia, sobre el conocimiento de Dios. ¿Pero dónde está este «más allá»? Platón ha pensado que es absolutamente obvio buscar este «más allá» escuchando las tradiciones religiosas, que prueban su legitimidad como respuesta a la pregunta originaria del hombre, sobre todo con su grandeza interior y su lógica. Hoy el hombre político no debe quejarse que haya alguna invasión de competencia, si en la búsqueda de valores que deben guiarlo en su actuar se pone a escuchar la Tradición y deja que ella le ofrezca indicaciones. Esto es algo diverso de la fe consumada en el interior de la Iglesia, en aquello que se presenta como doctrina revelada. No es una transferencia inadmisible de un acto de fe en el campo de la razón política, sino aceptación de la razonabilidad y de la humanidad de la fe, que se demuestra a sí misma como verdaderamente adecuada al hombre y a la creación. Quien en su pensamiento y en su acción asume el mensaje cristiano como punto de orientación para el criterio irrenunciable de lo humano, no somete a los demás a una religión que no es la suya sino que ofrece el fruto de su conocimiento moral a la vida de la comunidad del Estado y satisface justamente así también un deber político.
Para concluir permítanme una vez más retornar a las consideraciones bíblicas, las que constituyen la parte principal de mi conferencia. Para Israel se trataba, en el camino a través del desierto, de encontrar esa forma de adoración de Dios y, en consecuencia, de ese ordenamiento jurídico y moral, sin el cual el don de la tierra no tenía ningún sentido. Desde este punto de vista, como hemos visto, el encuentro con Dios en el Sinaí era previo y concluyente para el ingreso en la tierra. Pero la tierra pertenecía para siempre al conjunto de la estructura de la promesa que había sido hecha a Israel. Esta pertenencia de la promesa de la tierra al conjunto de la religión está lógicamente conectada al entramado de las tres esferas culto-ethos-derecho de las que hemos hablado. Hemos visto posteriormente que el viraje neotestamentario comporta la separación de la esfera del derecho de esta estructura y confía el ordenamiento jurídico a la responsabilidad racional de cada pueblo particular, sin expulsarla al ámbito totalmente profano. Pero la separación de la esfera del Derecho de las otras dos implica necesariamente también un cambio fundamental en la promesa de la tierra. En efecto, ahora no se trata más de una tierra para un pueblo, puesto que la fe cristiana se dirige a todos los pueblos en sus respectivos territorios. Al igual que la cuestión del Derecho, también la cuestión de la tierra deja de de ser una cuestión teológica y pasa a ser a una cuestión histórico-política.
En consecuencia, la promesa de la tierra no desaparece totalmente de la esperanza que la fe ofrece, solamente recibe, como ya se ha dicho, una forma totalmente nueva. ¿Cómo se manifiesta esta forma? La encontramos, por ejemplo, en la epístola a los Filipenses de san Pablo, en la frase: «somos ciudadanos del cielo» (Fil 3, 20). El Nuevo Testamento ha sostenido con gran firmeza esta convicción. Para los escritores neotestamentarios la ciudad que está en los cielos no es una entidad solamente ideal, sino que es absolutamente real: la nueva patria a la cual estamos destinados. Esta ciudad del cielo es la medida interior y la base sobre la cual vivimos, la esperanza que nos sostiene en el presente. Los escritores neotestamentarios saben que esta ciudad existe ya desde ahora, y que nosotros pertenecemos ya a ella, aunque todavía estamos en camino. La epístola a los Hebreos ha desarrollado este pensamiento con particular insistencia: «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13, 14). De la presencia de esta ciudad, que ya ahora hace sentir la propia influencia, la carta dice: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial» (Heb 12, 22). Es por eso que para los cristianos vale también cuanto fue dicho de los patriarcas de Israel: ellos son forasteros y están de paso, porque anhelan la patria futura (Heb 11, 13-16).
Hace mucho que ya no se citan más estos pasajes, porque parecen alejar al hombre de la tierra y distraerlo de sus deberes, incluso los políticos, en el tiempo y en la historia. «¡Hermanos, permaneced fieles a la tierra!» ha proclamado Nietzsche. Y el imponente fenómeno del marxismo, en todas sus corrientes, nos ha impreso bien en la mente la idea de que no tenemos que perder tiempo ocupándonos del cielo. Para decirlo en términos que recuerdan un lema brechtiano, dejemos entonces el cielo a los gorriones, y nosotros, por el contrario, ocupémonos de la tierra, para intentar hacerla habitable.
En verdad, justamente la actitud escatológica enseñada por el Nuevo Testamento es la que tutela al Estado en los derechos que son peculiares y al mismo tiempo combate cualquier absolutismo idolátrico, mostrando los límites mundanos tanto del Estado como de la Iglesia. Allí donde esta indicación fundamental es asumida, la Iglesia sabe que sobre la tierra ella no puede devenir por sí en Estado; allí ella es consciente que su patria definitiva está en otro lugar, y que no le está dado instituir sobre la tierra el «Estado de Dios». Ella respeta al Estado terrenal como ordenamiento característico de la esfera temporal, con sus derechos y sus leyes que ella reconoce. La Iglesia exige por eso una leal convivencia y colaboración con el Estado terrenal, también allí donde él no es en absoluto un Estado cristiano (Rm 13, 1; 1Pe 2, 13-17; 1Tm 2, 2). Exigiendo por una parte una leal colaboración con la patria terrenal y el respeto de su especificidad como de sus límites, ella educa también en aquellas virtudes que permiten prosperar a todo Estado. Al mismo tiempo, ella pone una barrera a la omnipotencia del Estado, ya que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Conoce, gracias a la Palabra de Dios, qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, y está obligada a oponerse allí donde se ordena lo que justamente es malo o es contrario a Dios. Estar destinado a la otra patria no aleja, en realidad es precisamente el presupuesto para que nosotros -y el Estado en el que vivimos- podamos prosperar, conservándonos existencialmente «sanos». Si, en efecto, los hombres no tienen que aguardar nada más que lo que este mundo les ofrece, y si todo esto no pueden o no deben reclamarlo sino al Estado, ellos se destruyen a sí mismos y además aniquilan cualquier espacio de convivencia.
Si no queremos caer de nuevo en manos del totalitarismo, debemos alzar la mirada y observar por encima del Estado, que es una parte y no la totalidad. La esperanza en los cielos no es enemiga de la fidelidad a la tierra, es esperanza también para la tierra. Confiando en aquello que es más grande y definitivo, nosotros los cristianos podemos y debemos infundir la esperanza también en lo que es provisorio, en la dimensión política y en la esfera de las instituciones.
Versión original italiana en “Avvenimenti” Not nº 78 (Dic’98)
[Traducción del original italiano por: José Arturo Quarracino]