De Antíoco IV Epifanes al clan Rockefeller
En el siglo II a. C., el pueblo de Israel vivió una de sus experiencias más traumáticas, cuando fue sometido por el rey sirio Antíoco IV Epifanes (uno de los sucesores-herederos del imperio de Alejandro Magno), quien invadió Palestina y su capital Jerusalén, permitió la construcción de un gimnasio a la manera griega, asaltó y destruyó el Templo de Jerusalén, robándose todas las piezas de valor que se atesoraban en el mismo y que se utilizaban en el culto (el altar de oro, el candelabro con todas sus lámparas, la mesa de los panes de la ofrenda, los incensarios de oro, etc.), derramando mucha sangre inocente.
El ataque culminó con la supresión del culto israelita, el vaciamiento del Templo y la imposición de un nuevo culto pagano, para reemplazar el culto yahvista de Israel. Y en definitiva, este proceso culminó con la instauración de una estatua de Zeus-Júpiter en el Templo.
En forma por demás llamativa, muchos miembros de la clase sacerdotal (saduceos) colaboraron con este proceso, quedando bien con Yahvé-Dios y sus enemigos. Por eso es que a partir de entonces fueron muy mal vistos por el pueblo de Israel y tuvieron muy mala fama, por su colaboracionismo sacrílego y su defección.
Antíoco IV Epifanes
Tanto en el Libro Primero de los Macabeos (1 Mac, 1, 21-51) como en el Libro del profeta Daniel (Dn 11, 21-39) se narran en detalle estos acontecimientos, y en ambos textos se define la profanación del Templo como “la abominación de la desolación”. La abominación es el escándalo de ver la Casa que Dios había hecho suya convertida en algo indigno de la gloria divina; es el reemplazo del altar en el que conservaba el Arca de la Alianza, labrada por el mismo Dios en el monte Sinaí, por una estatua de un Dios pagano. La abominación es el sentimiento que se despierta en la conciencia del creyente al ver la Casa de Dios prostituida y bastardeada. La desolación es el estado de ausencia de la presencia divina, el sentimiento de vacío absoluto: ya no queda nada en donde Dios habitaba en medio de su pueblo.
No hay que olvidar que en los tiempos antiguos la religión y el culto constituían el centro y fundamento de la vida de un pueblo, el punto físico a partir del cual se organizaba la vida de toda comunidad humana. Por eso era tan importante la destrucción de toda referencia religiosa para poder dominar y someter a un pueblo, porque se impedía su organización social.
En los primeros siglos de su existencia, el cristianismo procedió en forma exactamente inversa: cristianizó los lugares paganos de culto, convirtiéndolos en templos cristianos, y por otro lado evangelizó las culturas, es decir, dotó de contenido cristiano los valores y virtudes que eran el sostén y soporte de la vida de los pueblos antiguos. En este sentido, el famoso Panteón romano, construido por el emperador Herodes Agripa, fue consagrado por la Iglesia primitiva como iglesia puesta bajo el patrocinio de Santa María de Todos los Mártires. La colina Vaticana, en la que se había construido el Circo de Nerón y en el que, según la Tradición, había sido crucificado san Pedro, se convirtió en la sede de la Basílica puesta bajo la advocación de San Pedro, porque se sabía que en esos terrenos había sido enterrado. Por eso el emperador Constantino, converso cristiano, edificó por primera vez la Basílica en cuestión. Fue en el año 1952 que se encontró durante una excavación un cofre pequeño con la inscripción “Petrus”, datado en el siglo I de nuestra era cristiana. Ese cofre está hoy depositado debajo del Altar mayor de la Basílica petrina.
En otras palabras: el cristianismo, a la inversa del paganismo, convirtió lugares significativos de su historia dolorosa o lugares de devoción paganos en templos en los que celebra desde entonces su culto al Dios uno y trino, al Dios hecho hombre. En este sentido, el cristianismo prefirió integrar y llevar a su plenitud los valores religiosos paganos, antes que destruirlos y pervertirlos. En el caso de los templos no cristianos, prefirió absorberlos y cristianizarlos, respetando su carácter sacro.
John Bongaarts
En este contexto, llama poderosamente la atención que un alto prelado de la Iglesia Católica, monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, como funcionario vaticano responsable de las Pontificias Academias de las Ciencias y de las Ciencias Sociales, decida proceder como los sacerdotes judíos del siglo II a. C. y colabore con una “abominación de la desolación” made siglo XXI. El citado monseñor es un sacerdote formado teológica y filosóficamente y conocedor de la historia bíblica. Sorprende entonces que en estos días que corren, desde el 27/2 al 1/3 haya organizado un Taller sobre “la Extinción Biológica” y haya permitido la participación de Paul Ehrlich (Stanford University), Mathis Wackernagel (Global Footprint Network) y John Boongarts (Population Council/Rockefeller), personajes abierta y públicamente partidarios de la eliminación masiva de seres humanos antes de su nacimiento, en abierto y flagrante antagonismo contra la doctrina cristiana y el magisterio eclesial, arrogándose el derecho de decidir quién puede vivir y quién no.
No se trata de simples teóricos, sino de personajes que trabajan y se desempeñan en instituciones que impulsan activa y decididamente a escala global el control de la natalidad, eufemísticamente hablando, ya que en realidad se trata del asesinato masivo anual de millones de seres humanos.
Como los antiguos saduceos con el Templo de Jerusalén, monseñor Sánchez Sorondo abre las puertas de la Iglesia Católica para que los enemigos del Evangelio la invadan y dicten cátedra en ella, en el mismo lugar en que fue ajusticiado San Pedro y en el mismo lugar donde descansan sus restos. En un acto que se asemeja demasiado a la “abominación de la desolación”, monseñor Sánchez Sorondo deja de lado la enseñanza magisterial de los Papas para que los representantes del poder financiero mundial expongan sus doctrinas contrarias al Evangelio y a la doctrina cristiana, adquiriendo así “carta de ciudadanía vaticana”. Parece que para el monseñor pontificio la verdad sobre la Vida humana y los peligros que afronta hoy se encuentra en los planes y proyectos antinatalistas de los Rockefeller y sus voceros, ya no en san Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco. En otras palabras: monseñor Sánchez Sorondo reemplaza la enseñanza magisterial de la Iglesia por los delirios antinatalistas del poder financiero mundial y sus secuaces.
En todo caso, resulta abominable que en el mismo lugar donde descansan los restos de San Pedro, de numerosos mártires cristianos y de santos pontífices como san Juan Pablo II, san Juan XXIII, Pablo VI, y santos como san Pío de Pietralcina, se les permita “dar cátedra” a los enemigos de la Fe cristiana y de la raza humana. Por algo será que el citado “Taller” será celebrado a puertas cerradas.
Los evangelios nos muestran que Jesucristo disputó con el diablo, cuando éste quiso tentarlo, no dialogó con él sino que rechazó sus afirmaciones, que no eran carentes de lógica ni de contenido teológico. Pareciera que monseñor Sánchez Sorondo se pone en un nivel superior al del Divino Maestro, ya que mezcla y pone al mismo nivel la doctrina cristiana con el pensamiento criminal de la plutocracia financiera internacional, profundamente pagano y antihumano, que hace apología del exterminio masivo de los niños antes de nacer. Parece creer que puede haber diálogo entre el Bien y el Mal.
Llama la atención que siendo tan formado y con una producción literaria tan prolífica, monseñor Sánchez Sorondo haya olvidado el pasaje evangélico, citado en estos días por el papa Francisco, en el que el mismo Jesucristo afirma que “no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero”.
Pero como afirma un viejo aforismo popular, “no hay mal que por bien no venga”. Ante la traición de los sacerdotes del Templo de Jerusalén, que colaboraron con el invasor helenístico, un grupo de sacerdotes decidió retirarse al desierto de Judea y mantener viva la memoria cultual de Yahvé mediante la lectura y el comentario de los textos bíblicos (Comunidad de Qumrán). Por su parte, un grupo de laicos decidió formar una corriente que mantuviera viva la memoria de Yahvé, ya no a través del culto (porque no hay Templo), sino a través del estudio de la Torah (los hasidim, los futuros fariseos doctores de la Ley).
Ante la defección y traición de ciertos prelados que se abrazan a los poderosos y depredadores, hoy los christifidelis laici estamos obligados a mantenernos fieles a la Verdad de Dios, que es la que siempre triunfa, y a hacer brillar su luz y su belleza, cualquiera sean los precios que se tengan que pagar.
En un famoso sermón, san Agustín dice a quienes escuchan sus enseñanzas que “para ustedes, soy obispo; con ustedes, soy cristiano”. En todo caso, no olvide monseñor Marcelo Sánchez Sorondo que “para él, y para algunos prelados como él, somos laicos; pero a pesar de él, y de algunos prelados como él, tratamos de seguir siendo cristianos”.